Por Álvaro Vargas Llosa
Hago una consulta a un historiador norteamericano a propósito de un asunto menor, y me dice: “Te respondo si me prometes que harás justicia en el Perú a William Mangin, el hombre que se adelantó 30 años en la exaltación de la economía informal y a quien nadie menciona”.
El chantaje me desarma, de modo que me zambullo en la obra de este antropólogo jubilado de Syracuse University. Descubro, en efecto, que lo vio y lo supo todo con tres décadas de anticipación. Si el Perú, donde realizó meticulosas pesquisas en los años 50 y 60, hubiera prestado atención a los textos académicos en los que desbarató los prejuicios que entonces rodeaban –rodean todavía– a la economía informal, seríamos una mediana potencia.
En la parte final de El otro Sendero se concluye que los informales no son, como creen la izquierda y la derecha, un problema: más bien, un problema que contiene su propia solución. Esta idea la hicimos nuestra muchos liberales a fines de los 80. No sospechábamos que ella era también el título de un deslumbrante ensayo de Mangin publicado en el verano de 1967, en la Latin American Research Review: “Latin American Squatter Settlements: A Problem and a Solution”. No es su única contribución a la materia. Tres años después recogió en un libro del que fue editor, Peasants in Cities (Campesinos en las ciudades), varios ensayos más, entre ellos Tales from the Barriadas (Relatos de las barriadas). Mangin comprendió que en los pueblos jóvenes germinaba no una revolución proletaria sino una economía de mercado, y que la gente daba respuestas creativas, audazmente empresariales, a unas condiciones creadas por la proliferación de obstáculos legales, en abierto desafío a un Estado incapaz de brindar los servicios prometidos.
A diferencia de muchos antropólogos, acató lo que sus ojos vieron. En 1963, antes de que mis padres estuvieran casados, ya escribía: “Las barriadas son por lo general lugares tranquilos habitados por grupos de familias muy trabajadoras, pero su imagen pública es: violencia, inmoralidad, pereza, crimen y política revolucionaria de izquierda”. Dos años después, gracias a sus investigaciones en el asentamiento “General Benavides”, aseguraba: “Ningún futuro gobierno tendrá la fuerza suficiente para expulsar a los más de 200.000 invasores de tierra alrededor de Lima”.
En 1967, afirma, en su ensayo Latin American Squatter Settlements: A Problem and a Solution, que “los asentamientos humanos representan una solución al complejo problema de la rápida urbanización y migración, así como la escasez de vivienda. El problema es la solución”. Explica que “han organizado desde sistemas de agua privados hasta mercados, división del trabajo y grupos que recaudan dinero para comprar la tierra que habitan”. Añade que tienen “tribunales no oficiales para disputas menores”. Observa que “los asentamientos están formados abrumadoramente por familias pobres que trabajan duro y aspiran a salir adelante legítimamente”.
Su conclusión de hace 37 años, a partir del fenómeno que había estudiado, es impecable. Estas son las cuatro contribuciones que, según él, los informales estaban haciendo a la economía nacional: “inversión en vivienda y mejora de la tierra”, “mercado de trabajo”, “crecimiento de la pequeña empresa” y “un capital social intangible invertido en la formación de la comunidad”. ¿Y por qué esta economía promisoria no daba el gran salto? La razón es precisa: “Los reglamentos de zonificación y planificación impiden la expansión de la economía local”. Es decir: por culpa de las normas estatistas.
Si los gobiernos de los años 50, 60 y 70 (en esa década aconsejó en Lima otorgar títulos de propiedad a los informales) hubieran prestado atención a estas macizas lecciones, el Perú sería otro. Lo mismo puede decirse de otros países latinoamericanos. En los años 70, estudios “ninguneados” que hoy nadie cita dieron en el mismo blanco. Por ejemplo, The Evolution of the Law in the Barrios of Caracas (La evolución de la ley en los barrios de Caracas), de Kenneth Karst, Murray Schwartz y Audrey Schwartz. En el Africa, el antropólogo Keith Hart, otro nombre recoleto, afirmaba respecto de Ghana, usando la palabra “informalidad”, lo que otros señalaban en América Latina. Cada generación vuelve a descubrir las mismas verdades, incesantemente. Algunos países aprenden a respetarlas. Otros, no.
Hace unos días, de paso por Nueva York, enterado de que no estaba muerto, como suponía, ubiqué a Mangin. Le agradecí lo que hizo por el Perú y le pedí disculpas por el silencio en que se guarda su nombre. “¿Por qué no le hicieron caso?”, le pregunté. Respondió: “Porque la izquierda creyó que yo era muy poco revolucionario y la derecha creyó que lo era demasiado”.
© AIPE
El autor prepara un libro sobre las reformas latinoamericanas de los años 90 con el auspicio de The Independent Institute.