El Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (Indec) acaba de informarle oficialmente a los argentinos que el Indice de Precios al Consumidor (IPC) se incrementó 1,2% durante el mes de septiembre. En lo que ha transcurrido de 2005, los precios minoristas ya se han incrementado un 8,9%, siendo poco probable que el acumulado anual resulte inferior al 12%. La Argentina ostenta así el triste privilegio de ubicarse tercera, después de Venezuela y Rusia, entre las naciones más inflacionarias del mundo.
Ante la divulgación de este indicador macroeconómico negativo, el propio Presidente Kirchner embistió con una dureza sin precedentes contra los grandes grupos económicos, en especial contra las cadenas de supermercados, a las que acusó de elevar los precios mediante un comportamiento cartelizado para aumentar sus márgenes de rentabilidad y sostuvo también que estos sectores “quieren desestabilizar la economía” por lo cual les exigió que diesen marcha atrás con los aumentos.
Si bien hace apenas 15 años el país era arrasado por una de las mayores hiperinflaciones conocidas en la historia de la humanidad, muchos parecerían haberse olvidado de aquellos días y hay toda una generación de jóvenes que, por su edad, nunca habían experimentado lo que es vivir inmersos en un proceso inflacionario. Las distorsiones en los precios relativos como un tema cotidiano es algo nuevo para ellos y posiblemente les cueste percatarse de que la manera en la que las autoridades presentan el problema es completamente falsa, pues no se trata de que el aumento de los precios esté generando el fenómeno de la inflación sino que en virtud de que hay inflación se produce un aumento en los precios.
Ya de por sí, la exasperada reacción oficial debería ser el primer indicio de que algo raro está ocurriendo, algo que va más allá del normal funcionamiento de las leyes del mercado. Debería tenerse presente que el IPC tan solo da cuenta- y no precisamente de una manera muy fidedigna-de que el organismo mensurado está experimentando una creciente taquicardia, pero que ésta es tan solo la manifestación, la expresión de un fenómeno que se encuentra afectando al corazón del sistema económico.
Hace a la propia naturaleza de los precios que los mismos sean inestables, dado que nuestras necesidades, gustos y preferencias son algo dinámico, cambian constantemente. Las fuerzas de la oferta y la demanda se encuentran en permanente agitación en esa democracia de cada instante que es el proceso de mercado. Es algo intrínsico a los precios el hecho de experimentar modificaciones, de subir y bajar según los cambios que experimenten esas dos variables. Si consideramos a la sociedad como un todo, solamente podría aumentar el precio de un bien o de un servicio si disminuye el de algún otro. Caso contrario, no habría con qué pagar ese aumento, suponiendo que la existencia total de dinero continuase siendo la misma.
Al observar, como lo hacemos hoy día, que paulatinamente casi todos los precios comienzan a aumentar, eso debería alertarnos pues tal circunstancia es una señal de que algo ajeno al sistema de precios, algo desde fuera del mercado, está teniendo lugar y distorsionando su funcionamiento. Ese “algo” es el aumento de la oferta de dinero, la que solo puede ser inflada por quien detenta el monopolio legal de su emisión: el gobierno. La inflación es un fenómeno pura y exclusivamente monetario y solamente puede ser generada por el Banco Central.
Si un supermercado pide más por un litro de leche y la tienda de enfrente exige ahora más pesos por un par de mocasines eso no es inflación. Es tan solo la manifestación de un cambio en las valoraciones de esos comerciantes, variación que se convertirá eventualmente en precio si es que aparece algún comprador que convalide esas nuevas condiciones. Así, no hay inflación cuando el precio de un bien sube, como tampoco existe deflación cuando algún precio baja.
De un tiempo a esta parte, el gobierno, a través del Banco Central, ha venido incrementando la base monetaria-en criollo, la cantidad de papelitos que andan dando vueltas por ahí-con la finalidad de salir al mercado a comprar dólares y así evitar que su cotización caiga por debajo de ese precio mínimo de facto establecido en alrededor de $2,90. En los últimos doce meses, esa base monetaria creció más del 16%.
Por lo tanto, del mismo modo que al aumentar la oferta de cualquier bien, su precio baja, al incrementarse la oferta de dinero también ocurre lo mismo. El precio del dinero, es decir su poder de compra o poder adquisitivo-lo que podemos adquirir con cada peso-disminuye. En la práctica, ello significa que cada vez tenemos que entregar más y más pesos a cambio de las mismas mercancías.
Ninguna cuantía de algo malo puede dar como resultado algo bueno. Por lo tanto, ningún nivel de inflación es beneficioso para la sociedad. La inflación es uno de los mecanismos más viles y perversos con los que cuenta el estado a fin de hacerse de recursos. Quien vive inmerso en un mundo de inflación no puede ver más allá de sus narices, no puede prever ni las actividades más elementales de su propia vida, y la sociedad toda se ve privada de poder efectuar el cálculo económico indispensable para su progreso.
Mientras tanto, sigilosamente, sin dar la cara, los burócratas van derritiendo el fruto del trabajo de los ciudadanos, buscando canallescamente diluir su exclusiva responsabilidad entre los distintos sectores de la sociedad.