Por Marcos Aguinis
Washington - Los muros siempre fueron odiosos, aunque hayan servido de escudo protector. Algunos, como la Muralla China, tocan la niebla de los mitos. Otro, como el de Berlín, fue la expresión de una cárcel que mucha gente no criticó demasiado porque, decían, preservaba la experiencia comunista de la infección occidental. Hubo una vasta Cortina de Hierro en Europa y hubo sangrientas Cortinas de Bambú en Asia oriental. Pero la Muralla China es ahora un objetivo turístico, el Muro de Berlín un melancólico recuerdo y las Cortinas de Hierro y de Bambú se han evaporado en la fiebre de una nueva y creciente prosperidad.
Hace poco, en 2003, empezó Israel a construir el muro que lo separa de los territorios palestinos. Pocas veces pudo observarse un rechazo tan feroz a emprendimiento alguno, con fotografías, artículos y reportajes que insistían en su carácter monstruoso. El caso fue llevado a casi todos los foros internacionales. Se le dio una importancia tan grande que barrió de las agendas otros temas urgentes. Hasta los debates sobre la moderna esclavitud, la prostitución de niños y el aumento de la pobreza fueron postergados de reuniones trascendentales para focalizarse en la condena de ese muro, convertido en el tema central del universo. Luego el caso fue llevado a la Corte Internacional de Justicia, que falló contra Israel. También a la Asamblea General de las Naciones Unidas, que también falló contra Israel.
Innumerables registros de la TV, el cine y las cámaras de fotos, sin embargo, no revelaron algo que me sorprendió. El muro no es tal en toda su extensión: sólo el 8% está formado por el concreto difundido en las fotos y los videos, y se limita a los lugares en que es necesario proteger a la población de los francotiradores. He visto con mis ojos los agujeros de los proyectiles contra viviendas, escuelas y hasta dispensarios, que ahora agradecen la presencia de este escudo. El 92% restante es una cerca de alambre con visores para detectar a los terroristas, según el detallado informe del Washington Institute for Near East Policy.
No ha dejado de sorprenderme que se haya acusado a Sharon de haber ideado el muro. En realidad Sharon y el espectro más nacionalista de Israel se han opuesto a su construcción, porque significaba reconocer que las tierras que quedan al otro lado no son israelíes. Significaba un explícito reconocimiento de los derechos palestinos. Significaba, además, dejar con menos protección a las colonias construidas lejos del territorio propiamente israelí. La idea fue concebida por los progresistas, izquierdistas y pacifistas de Israel, entre los cuales se destaca el celebrado escritor Amós Oz. Decían que Israel debe cesar la ocupación, fijar sus propios límites y dedicarse a ejercer la pura defensa, como en los gloriosos tiempos originales.
Yasser Arafat rechazó en Camp David el audaz ofrecimiento israelí de crear enseguida un Estado palestino con el 100% de Gaza, el 97% de Cisjordania y la soberanía compartida de Jerusalén Este. En lugar de avanzar hacia la paz, el líder palestino prefirió desencadenar la segunda intifada, más cruel que la primera, y multiplicó los atentados suicidas. Fue Arafat quien celebró a las primeras mujeres suicidas, a quienes llamó “rosas de nuestra causa”. Las presiones de todo tipo no consiguieron disminuir los atentados y el gobierno de Sharon entendió por fin que la propuesta izquierdista, que había rechazado hasta ese momento, era la única que podía disminuir el azote de las bombas que estallaban a diario en ómnibus escolares, supermercados, locales bailables, calles céntricas, restaurantes. El costo de la cerca era enorme para la economía israelí, que, como resultado de la intifada, disminuyó en forma radical uno de sus principales ingresos, que era el turístico. Hasta hubo que recortar el presupuesto más sensible, el de la educación.
La frontera entre Israel y los territorios palestinos jamás fue reconocida por nadie, ni siquiera por los países árabes que firmaron la paz con Israel. Sólo queda el recuerdo de las líneas de armisticio que se fijaron tras la guerra de la Independencia, en 1949, extremadamente caprichosas. Por esa razón se ha insistido en que esta valla no es una frontera y será modificada luego de conseguirse la paz. Pero Israel ha querido brindar protección a muchas de sus colonias y, por eso, al principio, la cerca dejaba del lado israelí un 16% más de lo que marcaba la antigua línea del armisticio. Después redujo el porcentaje a la mitad. Una decisión de la independiente Corte de Justicia de Israel exigió una nueva modificación para no agraviar a la población palestina. Hasta ahora, se ha construido menos de la mitad de la cerca, pero se ha reducido en más de un 95% la frecuencia de los atentados. Su objetivo de desalentar los atentados terroristas y salvar vidas ha demostrado ser un éxito indiscutible.
Una novedad más grande es el hecho de que existen otros muros, más viejos y agresivos, sobre los que muy poco se habla. ¿Es un misterio? ¿O es parte de la tendenciosidad que moviliza a los formadores de la opinión pública? ¿Por qué no se condena el espantoso muro del Sahara Occidental? ¿Las horribles cercas de Ceuta y Melilla? ¿La ancha zona de separación chipriota? ¿La sólida barrera saudi-yemenita? ¿El compacto muro de Cachemira? ¿Los muros que dividen las ciudades de Irlanda del Norte? La valla que construye Israel ha sido calificada “muro del apartheid”, del racismo, del nazismo. Ninguno de estos fanáticos calificativos se aplicó a los otros muros, similares o peores, ni fueron centro de discusión en foros internacionales, ni llevados a la Corte Internacional, ni condenados por la Asamblea General de las Naciones Unidas. ¿Sería ingenuo preguntar por qué?
Veamos algunos ejemplos que han llamado mi atención.
A comienzos de los años 80, Marruecos inició un sistema de ocho muros, con una longitud de 2720 kilómetros, casi cuatro veces más extenso que el de Israel. Los ha rodeado, además, con campos minados. La construcción se llevó a cabo en varias fases, cada una de las cuales fue aprovechada para ganarle más tierras al Frente Polisario. La población saharauí fue partida por el medio: 260.000 personas quedaron dentro del territorio de Marruecos y 200.000 en la frontera con Argelia. Dentro de la misma zona marroquí los muros internos dificultan la movilidad y las relaciones entre la comunidad. La reacción internacional ha sido mínima. Como ejemplo, en el Foro Social Mundial de este año, de cien talleres que trataban el tema iraquí y palestino, sólo dos abordaron el problema del Sahara Occidental. Es paradójico que Marruecos haya enviado un escrito a la Corte Internacional para condenar a Israel y que también lo haya hecho en la Asamblea General, como si estuviese limpio de pecado.
España ha construido muros de 6 metros de altura en Ceuta y Melilla, para separar esos enclaves de la población africana. Fueron financiados por la Unión Europea. En su origen las cercas estaban constituidas por una doble muralla paralela de tres metros de altura, alambre de púa, detectores de movimientos y cámaras. Pero cuando los inmigrantes ilegales intentaron cruzarla, dando origen a decenas de muertos y heridos, España dobló la altura de la cerca, que, en la actualidad, llega a los 6 metros. Asombrado, escuché que España, mientras condenaba a Israel en los foros y en la prensa, solicitaba asesoramiento a la compañía israelí que le construye la valla.
El reino de Arabia Saudita inició en 2003 un sólido muro de concreto a lo largo de su frontera con el Yemen, con una altura de 6 metros, y se introdujo en el área neutral que separaba ambos países, lo cual dividió a tribus radicadas en la zona. La tribu Wayilá, cuyas tierras históricas se encuentran dentro del trazado del muro, amenazó con “volar todo”. El gobierno yemenita presentó varias quejas, sin resultado hasta ahora.
La India emprendió a comienzos de los años 90 el muro de separación dentro de Cachemira, que se extiende por unos 550 kilómetros. La barrera está compuesta por una doble cerca de casi 4 metros de altura, coronada por alambres de púa. Para hacerla más efectiva electrificó varios segmentos. Entre las dos líneas de la cerca se han enterrado innumerables minas. Paquistán afirma que esa muralla es una violación de acuerdos previos. Pero según el gobierno de la India la incursión de terroristas se redujo en un 50 por ciento. Aunque los efectos sobre la población han sido mixtos, la relativa pacificación ha permitido el florecimiento a cada lado de la frontera.
La violencia intercomunitaria que asolaba a Irlanda del Norte determinó que el gobierno británico levantase muros de concreto para separar los barrios católicos de los protestantes, a los que llamó “líneas de paz”. Las puertas son custodiadas por la policía y permanecen cerradas durante la noche. Con el aumento del clima de paz, estos muros en vez de desaparecer se han multiplicado. Hay coincidencia de todas las partes en que su presencia ha sido positiva, al menos hasta ahora.
Chipre sufre el añoso conflicto de sus comunidades griega y turca. Sobre la línea de armisticio se construyó una ancha franja de separación de 300 kilómetros de largo. El sistema, patrullado por fuerzas de la ONU, también atraviesa sectores de la capital, Nicosia, donde algunas de sus calles están divididas por feas murallas de cemento. Esta división impuso que 200.000 griegos fueran expulsados del Norte y reemplazados por 50.000 turcos que huían del Sur. Hasta el año 2003 estaba prohibido el paso de una zona a la vecina. Pese a los traumas generados, la franja tan odiada al principio aumentó la seguridad y la estabilidad de Chipre.
Como advertimos, en el tema de los muros acosa el misterio, porque generan repulsa y, sin embargo, a veces producen beneficios. Es una incómoda paradoja y tienen algo de aporía.