Por Jorge Fernández Díaz
Asesorarse con los técnicos del Fondo Monetario Internacional es lo mismo que ir al almacén con el manual del comprador escrito por el almacenero. El ingenio irónico no es una cualidad visible en Néstor Kirchner, pero, si lo fuera, esta frase bien podría haber sido pronunciada por el Presidente durante las intensas refriegas que últimamente mantuvo la Argentina con los organismos de crédito. La frase, en realidad, pertenece a Arturo Jauretche, el pensador nacionalista más leído y admirado por el matrimonio Kirchner.
Jauretche era un yrigoyenista que, como él mismo decía, se subió "al caballo por la derecha y se bajó por la izquierda", que adscribió al revisionismo histórico, exaltó a los caudillos federales, le declaró la guerra dialéctica al liberalismo y apoyó desde afuera al peronismo del 45.
Jauretche, junto con el historiador José María Rosa y el ex trotskista Jorge Abelardo Ramos, se propusieron reescribir la "historia liberal" y acompañar al gran movimiento justicialista resignificándolo. Esa operación se llamó, genéricamente, la "izquierda nacional", que algunos vivieron dentro y otros fuera del peronismo, al que consideraban la fuerza del proletariado y del antiimperialismo: liberación o dependencia; patria sí, colonia no. Ellos, y no el peronismo tradicional ni el montonerismo de la época, constituyeron la verdadera matriz ideológica de aquellos dos jóvenes militantes llamados Néstor y Cristina, que ni siquiera podían sospechar entonces que alguna vez les tocaría conducir los destinos de la Argentina desde la Casa Rosada. Los viejos dirigentes de ese nacionalismo "progre", algunos de los cuales integran el Gobierno, reconocen que la administración Kirchner responde en los hechos a aquellas ideas:
- Subvenciona con distintos mecanismos la industria nacional. Héctor Méndez, titular de la UIA, admitió públicamente: "Nunca nos sentimos tan protegidos como ahora".
- Recrea el concepto de la economía mixta y crea empresas públicas: Correo, Lafsa y, sobre todo, Enarsa, que se pone en marcha con la idea de "recuperar la renta petrolera para la Nación".
- Propicia el ingreso de capitales nacionales en grandes empresas estratégicas, como Telecom y Edenor.
- Mantiene su desconfianza frente a las multinacionales, con quienes puja de manera permanente.
- Apuesta a la integración latinoamericana, mediante el Mercosur ampliado, y a diversas alianzas regionales. Y se distancia de la política exterior de Estados Unidos.
Desde esta perspectiva, el peronismo permanente es "nacionalismo social" y el menemismo significó apenas un desvío ideológico que Kirchner vino a corregir. Este carácter nacionalista, que está en el ADN del Gobierno, no es anecdótico: viene a cuento de todo un fenómeno político de América latina, encaja y explica su esencia, y derriba ese gran malentendido llamado por los diarios europeos "la nueva izquierda".
Donde más cruje la idea de esa "izquierda" es en Perú, el próximo gran escenario electoral. El aspirante a presidente, apoyado fervorosamente por el "izquierdista" Hugo Chávez, se llama Ollanta Humala, y es un ex militar nacionalista que se levantó contra el gobierno de Fujimori y que se parece tanto pero tanto a Mohamed Alí Seineldín que sólo un experto podría diferenciarlos. Humala, sin embargo, se bañó en las aguas depurativas de la "izquierda nacional", se abrazó a Evo Morales y ya es mirado con simpatía hasta por Fidel Castro.
Chávez, que inicialmente transmitía admiración por los carapintadas argentinos, recorrió un camino similar, pero sentado sobre el poder del petróleo. la nacionalización de los hidrocarburos, bandera histórica del "campo nacional", es también el punto clave de la administración de Evo Morales, un ex marxista que sólo aspira a llevar a cabo una política nacionalista en Bolivia.
El nacionalismo preexiste en Chile a su moderno sistema político: su estrategia con el cobre es unánime en tirios y troyanos. Y las ideas nacionalistas en Brasil y en Uruguay han sido siempre la columna vertebral del Partido de los Trabajadores y del Frente Amplio, respectivamente. Lo que une a movimientos tan disímiles en países tan diferentes no es la visión eurocéntrica de derechas e izquierdas. La batalla latinoamericana, como en los siglos XIX y XX, no se desarrolla entre centroderechistas y socialdemócratas ni entre capitalistas y marxistas. La batalla se libra, una vez más, entre nacionalistas y liberales.
Es que luego de casi quince años de política neoliberal parece haber llegado la hora del neonacionalismo latinoamericano. Ni aquellos neoliberales eran liberales puros ni estos neonacionalistas son nacionalistas ortodoxos. La mundialización de la economía y la caída del mundo bipolar los obligó a ambos a distintas clases de heterodoxias. Este nacionalismo revisitado de hoy acepta, con sus más y sus menos, jugar con ciertas leyes del mercado y dentro de las reglas de la "democracia burguesa". Se trata de nacionalistas aggiornados y keynesianos, que han adormecido la idea de la lucha de clases y que se defienden diciendo que no existen países más nacionalistas en la Tierra que Francia, Inglaterra y el propio Estados Unidos.
Esta moda surge, en realidad, de una paradoja: la globalización iba a terminar con el anacronismo nacional, pero lo que hizo fue potenciarlo. Frente al intento de unificar una cultura planetaria, despertó conciencias nacionales en rebeldía por todo el mundo.
El neonacionalismo surge también de los agridulces frutos del Consenso de Washington, ese proyecto impulsado por Estados Unidos al que subscribieron varias naciones de América latina, que abrieron sus economías al mundo y que sostuvieron a rajatabla las "relaciones carnales" y la fe ciega en la teoría del derrame. La política errática de los Estados Unidos, que alentó en un principio a sus mejores alumnos y los abandonó luego cuando cayeron en desgracia, tuvo mucho que ver entonces con una serie de notorios fracasos económicos. Seamos justos: la mayoría de los alumnos no tenía verdadera vocación por lo que hacía, y muchos de ellos sobreactuaron esa política y en lugar de practicar el liberalismo cedieron a la tentación del populismo liberal, una deformación destinada siempre a la derrota.
En esto cabe la vieja anécdota de Picasso, cuando unos oficiales alemanes le señalaron el "Guernica". ¿Usted hizo eso?, le preguntaron. No -les dijo Picasso-. Ustedes lo hicieron. Los neonacionalistas le dicen a Washington algo parecido. El prometido ingreso en el Primer Mundo no se produjo, la pobreza se mantuvo o creció, y fueron abandonados a su suerte por la nueva madre patria, que le dio la espalda a América latina y se concentró únicamente en sus costosas guerras de Medio Oriente.
El nacionalismo fracasó en el pasado por su mirada dirigista, endogámica, provinciana y prejuiciosa. Su gran desafío de hoy sería demostrar que puede ser económicamente eficiente. Los peligros son grandes: no comprender una vez más las corrientes del mercado, generar demagogias y clientelismos, espantar las inversiones extranjeras y caer en chauvinismos baratos que, también por paradoja, llenen de tensión a América latina por problemas limítrofes y otros excesos de la soberanía. Esos defectos monstruosos del nacionalismo fueron diagnosticados por alguien que no conoció a Kirchner ni a Chávez ni a Jauretche: El nacionalismo es una enfermedad infantil -dijo Albert Einstein-. Es el sarampión de la humanidad.
Si esos pecados se repitieran, el liberalismo bien entendido tendría una oportunidad. En la Argentina, como en toda América, la oposición será entonces liberal o no será nada.