Por Carlos Alberto Montaner
Publicado en la Revista Encuentro
En la madrugada del primero de enero de 1959 nos sucedió lo que a miles de familias cubanas: alguien llamó para avisarnos que Batista había huido. Inmediatamente sentí una rara felicidad que jamás había experimentado antes. Aunque sólo tenía quince años, gozaba (o padecía) de una monstruosa precocidad, no tan infrecuente en Cuba, acaso provocada por una combinación entre el calor, el efecto de las hormonas y el clima político en que vivía el país, precocidad de la que sólo me percaté años más tarde, cuando fui padre y abuelo de adolescentes absolutamente más tranquilos, equilibrados, sanos, despreocupados e ingenuos de lo que yo era a esa misma edad. En todo caso, con el triunfo de la revolución me parecía que llegaba al país una era ejemplar de justicia y honradez con la que yo soñaba y quería colaborar.
Cuando amaneció, tomé el auto del laboratorio de productos médicos donde me desempeñaba como vendedor en las farmacias de La Habana (en esa época estudiaba de noche en el Instituto del Vedado), y con mi hermano mayor y otros jóvenes amigos salí a recorrer la capital para ponernos al servicio del nuevo gobierno que comenzaba a instalarse mediante la ocupación de cuarteles, ministerios y la protección de algunos medios de comunicación. Llevábamos unos brazaletes revolucionarios que no recuerdo quién aportó al grupo. Nuestro propósito era buscar armas para evitar que los partidarios de la dictadura pudieran reaccionar y tratar de recuperar el poder, pero no tardamos en obtener la primera señal de que el desplome del gobierno era irreversible. Como a las nueve de la mañana nos detuvo una perseguidora de la policía de Batista. Temimos que pudiera ocurrir lo peor, pero no fue así. Muy cortésmente, quien parecía ser el jefe de la patrulla nos rogó que manejásemos con cuidado, nos deseó suerte y nos dijo que era muy afortunado que Batista se hubiese largado del país. Nos preguntó, de paso, si le podíamos regalar unos brazaletes. Supongo que se los dimos. Era evidente que no sólo estaban derrotados: estaban totalmente desmoralizados.
II
Mi adhesión al castrismo, no obstante, duró muy poco. El desencanto, como les sucediera a tantos millones de cubanos, llegó de forma gradual, pero en una secuencia casi vertiginosa. Tras la alegría de los primeros días, me sacudió el desagradable impacto del espectáculo indigno de unos juicios públicos sin garantías procesales y los fusilamientos de los militares condenados por torturas y asesinatos. Asistí como simple observador al juicio que le siguieron al Director del Instituto del Vedado, un profesor de apellido Duarte que aparentemente no había cometido otro delito que el de ser batistiano, y no pude sentir otra cosa que pena por aquel hombre humillado y aterrorizado al que insultaban desde la gradería. Creo que lo sentenciaron a ocho o diez años de cárcel. Pocos, para las extensas condenas de ese periodo. Muchos, si se tiene en cuenta de que no era responsable de ningún hecho criminal.
Sin embargo, no fue esa injusticia, sino otra, la que me dejó una intensa huella. Recuerdo con total nitidez mi primera discusión pública en la que tomé una posición absolutamente anticastrista. Fue en el Instituto del Vedado, durante una asamblea convocada por razones que he olvidado, cuando el debate se desvió al candente tema de un nuevo juicio impuesto por Fidel a unos pilotos de la fuerza aérea de Batista cuando el primer tribunal revolucionario los absolvió porque no había encontrado pruebas con las cuales poder condenarlos. Me pareció un hecho terrible que el jefe de la revolución ignorara las sentencias de sus propios jueces y forzara un nuevo proceso, esta vez condenatorio. Para mayor alarma social, Felix Pena, el presidente del tribunal desautorizado por Fidel, un capitán de la Sierra Maestra, se había dado un balazo en la cabeza.
Hasta ese momento -las primeras semanas- mis objeciones a la revolución no eran ideológicas, sino humanas y, si se quiere, políticas: no me gustaban los fusilamientos, ni las turbas que gritaban paredón, ni la manera absolutamente autoritaria con que Fidel Castro había iniciado su gobierno. Pensaba, como casi todo el país, que la revolución se había efectuado para restaurar las libertades y recuperar la democracia liquidada el 10 de marzo de 1952. Se decía, es cierto, que los comunistas comenzaban a controlar la revolución, pero no existía un testimonio o unas pruebas claras que lo demostrara, hasta que se produjo la sensacional denuncia del jefe de la Fuerza Aérea revolucionaria, el comandante Pedro Luís Díaz Lanz: había, en efecto, según sus palabras, un plan secreto para desviar la revolución e instaurar un régimen marxista en la Isla. A continuación, a una velocidad de vértigo se sucedieron la destitución del presidente Manuel Urrutia, la persecución al periodista Luis Conte Agüero, un ex compañero de Fidel Castro del Partido Ortodoxo al que el Máximo Líder llamaba “hermano”, y el encarcelamiento del Comandante Huber Matos, todos víctimas de sus convicciones anticomunistas. Ya no era posible seguir dudando.
Para mí, que ya había cumplido dieciséis años, soñaba con una Cuba libre y estaba a punto de casarme (lo hice en diciembre del 59), ese giro hacia Moscú significaba mucho. Había leído en Bohemia poco tiempo antes, con mucho interés y bastante pavor, la forma en que la URSS había aplastado la revolución húngara de 1956, y ya había devorado los primeros libros anticomunistas que entonces circulaban profusamente en La Habana: La gran estafa de Eudocio Ravines y Darkness at noon de Arthur Koestler, novela publicada en español bajo el título de El cero y el infinito. En todo caso, quise cerciorarme de que, en efecto, Fidel Castro había tomado el camino de los soviéticos, y para averiguarlo me dirigí a un maestro de matemáticas que había conocido cuando estudié en el Colegio Trelles del Vedado. Se llamaba Raúl Ferrer, era un poeta de verso popular, miembro del PSP, amigo de mi padre, y siempre había sido muy cordial conmigo. Creo que luego llegó a ser viceministro de Educación.
La conversación fue muy franca y nunca dejaré de agradecerle su respuesta transparente. Le dije que quería saber la dirección real que tomaba el país, dado que muchas personas estaban preocupadas por el aparente rumbo hacia el comunismo adoptado por Castro. No le revelé mi aversión a ese destino, pero él lo adivinó con mucha facilidad, y me respondió más o menos lo siguiente: “es verdad que el gobierno va a construir el socialismo, va a ser una etapa muy dura llena de confrontaciones, y todos los cubanos tendrán que tomar decisiones muy graves porque no habrá espacio para la indiferencia. Tú mismo, me dijo, tendrás que definirte”.
No había en sus palabras ni amenazas ni reproches: era la sincera comunicación de un hecho que él tenía por qué conocer. A fines de 1959, ya una buena parte de los niveles medios del Partido Socialista Popular controlaban los mecanismos de seguridad e inteligencia, y secretamente dirigían el adoctrinamiento en las fuerzas armadas. Eran los señores y dueños de la represión. Creo que fue entonces cuando pensé que lo único decente y patriótico que podía hacerse en ese momento era tratar de impedir por cualquier medio la consolidación de una dictadura comunista en Cuba, algo en lo que seguramente ya estaban pensando decenas de miles de cubanos que, de buena fe, apoyaron la lucha contra Batista.
Mi impresión en esos tiempos (principios de 1960), forjada en los tres círculos en los que se desenvolvía mi vida, era que, lejos de estar en una posición minoritaria y excéntrica, ocurría a la inversa: casi todos mis allegados rechazaban la instauración de una nueva tiranía, ahora de signo comunista. En el Instituto, donde estudiaba las últimas asignaturas de bachillerato, creía percibir que la mayor parte de los jóvenes manifestaba su desagrado con la posibilidad de que se instaurara un régimen comunista. Muchos de mis compañeros, casi todos pobres o de niveles sociales medios, blancos y negros, hablaban de los “ñángaras” con un enorme desprecio. En el Comodoro, un club de esparcimiento al que solía acudir para jugar squash, la incomodidad de los socios era aún mayor y más audible, tal vez porque se trataba de sectores económicos que se sentían (con razón) amenazados o agredidos por el gobierno. En ese medio los procomunistas eran la excepción. Por último, en mi sector laboral no era muy diferente: los farmacéuticos y empleados de botica que visitaba para venderles medicinas, casi invariablemente se mostraban muy críticos con la revolución. No olvidaré nunca al humilde mensajero de una botica de Marianao que acabó alzándose (y muriendo) en Pinar del Río.
No hay duda: en el primer trimestre de 1960 mucha gente estaba con la revolución, pero también mucha gente estaba en contra, y era la voz de estas personas la que prevalecía, al menos para mí. Incluso, el movimiento 26 de julio estaba totalmente escindido. En la Universidad de la Habana, el líder del 26 de Julio, Pedro Luís Boitel, estudiante de Ingeniería, dirigía la facción anticomunista, lo que motivó que Fidel y Raúl Castro se presentaran en la Colina a apoyar la candidatura del comandante del Directorio Revolucionario Rolando Cubelas y de Ricardo Alarcón, actual presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular. Pocos años más tarde Pedro Luís y Rolando reanudarían su amistad en la cárcel, donde el primero murió de hambre tras una prolongada huelga de alimentos. En la universidad de Las Villas la oposición al comunismo era aún más enérgica, y Porfirio Remberto Ramírez, líder de la Federación de Estudiantes Universitarios, capitán en la lucha guerrillera contra Batista, había vuelto a las montañas y poco después sería fusilado. Por otra parte, en el décimo congreso de la CTC había sucedido lo mismo: Fidel Castro personalmente tuvo que empeñar todo su peso político para evitar la aplastante derrota de los comunistas. Posteriormente, el líder sindical del 26 de Julio, ex Secretario General de la CTC, David Salvador, pasaría a la clandestinidad y, eventualmente, a la cárcel. Casi nadie quería a los comunistas.
Simultáneamente, ya había comenzado el asalto final contra los medios de comunicación y las escuelas privadas; la Iglesia y el gobierno habían tenido numerosos choques y el país vivía en medio de una honda crispación. En el Escambray habían surgido las primeras guerrillas campesinas, casi invariablemente dirigidas por ex oficiales de la lucha contra Batista, mientras en las ciudades se escuchaban bombas y petardos, generalmente colocados u ordenados por ex dirigentes de la revolución, como el ex Comandante Aldo Vera, ex jefe de Acción y Sabotaje del 26 de Julio en La Habana, asesinado años más tarde en Puerto Rico por la DGI cubana. Se sabía, además, que algunas figuras revolucionarias históricas de gran relevancia, como el ingeniero Manuel Ray, ex jefe de Resistencia Cívica, una efectiva organización en la lucha contra Batista, mérito que lo convirtió en Ministro de Obras Públicas del primer gabinete de la Revolución, y el comandante de Sierra Maestra Humberto Sorí Marín, padre de la primera Ley de Reforma Agraria, fusilado en abril de 1961, habían roto con el gobierno o habían pasado a la clandestinidad, mientras otras personalidades, como el profesor universitario José Miró Cardona, ex Primer Ministro de la revolución, había optado por exiliarse. Ya se podía hablar, también, de éxodo masivo, y tal vez la manera más acertada de describir a la sociedad cubana de aquellos tiempos era afirmar que el país estaba profunda y agriamente dividido en dos fragmentos radicalmente hostiles.
III
Naturalmente, como no podía ocurrir de otra manera, las formas de lucha utilizadas contra Castro eran las mismas que se habían empleado a lo largo de todas las insurrecciones políticas que conoció la República, especialmente desde 1930 y 1952. A partir de 1960, los grupos recurrieron a las guerrillas, los sabotajes y el terrorismo. La diferencia no estaba en los métodos, sino en la proliferación de grupos, en el origen católico de los más significativos, y en la presencia de Washington, que con evidente lucidez en el análisis, pero con una infinita torpeza en la ejecución de sus planes, no vio la insurgencia anticastrista como una revolución antidictatorial más, sino como lo que realmente era: un peligroso episodio de la Guerra Fría librado a noventa millas de sus costas, lo que determinó su total participación en el conflicto, primero brindándoles ayuda militar a los oposicionistas, pero enseguida controlando casi totalmente a las principales organizaciones.
Esa injerencia de Washington determinó que la importancia de los diferentes grupos de oposición, y, por lo tanto, su poder de convocatoria dentro del país, se fueran perfilando con arreglo a la cercanía a lo que entonces, muy genéricamente, se denominaba “los americanos”. Quienes tenían mejores conexiones con la CIA poseían más dinero, armamentos y explosivos. Quienes carecían de contacto, apenas contaban con recursos para enfrentarse a un aparato represivo masivo y sin escrúpulos que ya comenzaba a tener la letal eficiencia del que existía en la URSS y sus satélites.
En la oposición casi nadie sentía la ayuda norteamericana como un baldón. ¿No se había convertido el gobierno cubano en un satélite de Moscú? ¿No habían ayudado los norteamericanos a la Resistencia francesa a librarse de los nazis? ¿No había cabildeado exitosamente el 26 de Julio en Washington para lograr el embargo de armas norteamericanas a la dictadura de Batista? Entonces ya se conocía que el consulado norteamericano en Santiago de Cuba había ayudado al 26 de Julio con una entrega de cincuenta mil dólares durante la lucha contra Batista, y se pensaba que era perfectamente natural que la gran democracia norteamericana, que había impedido que los comunistas se apoderaran de Grecia o de Guatemala en los años cincuenta (como en su momento celebrara Raúl Roa, luego, inexplicablemente, Canciller de la revolución), ayudara a los demócratas cubanos a resistir la consolidación del comunismo en la Isla. Al fin y al cabo, cuando comenzaba la década de los sesenta, el antiamericanismo era una emoción política casi desconocida en Cuba, apenas sostenida por el pequeño grupo de militantes del PSP. La Enmienda Platt había desaparecido en 1934 y el antiimperialismo del primer tercio del siglo XX casi se había desvanecido entre las jóvenes generaciones. Incluso, el gran partido de masas de los años cuarenta, el autenticismo, y la ortodoxia, su derivación, se habían transformado en agrupaciones anticomunistas, aunque mantuvieran un discurso de izquierda sostenido por la inercia retórica.
Me hubiera gustado que el enfrentamiento hubiera sido de naturaleza política, pero el gobierno no dejaba otra opción que recurrir a la lucha subversiva, dado que Castro había cerrado todas las puertas a la discrepancia cívica. Fue en esa atmósfera en la que comencé a participar en los grupos activos de oposición y, para mí, el inevitable punto de partida era el mundo estudiantil, concretamente el Instituto del Vedado, donde en el pasado había establecido una gran amistad con un líder estudiantil, Alfredo Carrión Obeso, ex vicepresidente de la asociación de estudiantes. Ya Alfredo estaba en la Universidad, en la Facultad de Derecho, donde se había vinculado a un grupo “auténtico” fundado por el Dr. Antonio (Tony) de Varona, ex Primer Ministro del gobierno de Carlos Prío. La organización se llamaba Rescate Revolucionario Democrático y formaba parte del Frente Revolucionario Cubano, una estructura fuertemente apoyada por Washington a la que pertenecían otros cuatro grupos, aunque la figura dominante parecía ser el joven médico Manuel Artime, miembro de la Agrupación Católica Universitaria, ex oficial del Ejército Rebelde, al que se incorporó en la Sierra Maestra junto a un joven abogado llamado Emilio Martínez Venegas.
En Rescate, al menos nosotros, muy poco logramos hacer, más allá de planear desordenadamente algunas acciones descabelladas que nunca pudimos llevar a cabo. Hablábamos de fomentar una imposible huelga universitaria, pero tal vez nuestro proyecto más recurrente era ayudar a las guerrillas del Escambray y eventualmente unirnos a ellas, seguramente seducidos por el ejemplo del propio Castro y de su exitosa aventura insurgente. Con ese objetivo en mente, en el otoño del 60 viajé a Miami -en esa época todavía se podía tomar un avión libremente- para entrevistarme con Tony Varona y pedirle que nos situara unas armas en el Escambray, pero la experiencia no fue nada estimulante: Tony no me recibió, aunque envió a su secretario (creo que le llamaban el Chino Zayas) a conversar conmigo. El Chino me oyó atentamente, pero tal vez porque al fin y al cabo yo sólo era un muchacho de 17 años, o acaso porque ya ellos tenían los campamentos en Guatemala y planeaban lo que luego fue la invasión de Bahía de Cochinos, lo cierto es que no me hicieron el menor caso y unos días más tarde regresé a La Habana.
Pocas semanas después, a fines de diciembre de 1960, mi corta y frustrada experiencia como conspirador llegó a su fin. Nos habían delatado, y en medio de una redada general de varios cientos de personas, casi todas desconocidas para mí, con la excepción de Julio Antonio Yebra (llamado Julio Antonio en homenaje a Mella, compañero de luchas de su padre), amigo del vecindario y del Club Comodoro, un joven y brillante médico al que fusilaron a los pocos días, nuestra pequeña célula compuesta por cuatro personas (Alfredo Carrión, Jorge Víctor Fernández -que era realmente el jefe- Néstor Piñango y yo) fue a parar a Quinta y Catorce, donde entonces estaban las oficinas del G-2, y allí estuvimos retenidos durante varios días de intensos interrogatorios que todos resistimos con firmeza.
Tras una corta estancia en La Cabaña, en los primeros días de enero de 1961 comenzó el juicio. Fue una farsa, en la que los abogados defensores apenas pudieron conversar con nosotros unos minutos. Las acusaciones eran muy generales y las sentencias ya venían dictadas desde el Ministerio del Interior. No nos imputaban ninguna acción concreta porque, en verdad, prácticamente no habíamos pasado de los preparativos. Así y todo, las condenas fueron a veinte y veinticinco años de prisión que mis compañeros de lucha cumplieron casi totalmente en condiciones terribles, menos Alfredo Carrión, que a los pocos años de cautiverio fue asesinado a mansalva por un guardia tras detenerlo después de un intento de fuga. Lo que recuerdo con emoción de aquellos terribles días es el alto nivel de patriotismo de los jóvenes presos y la hidalguía con la que marchaban al paredón, seguros de que valía la pena dar la vida por Cuba si con ello se trataba de impedir el establecimiento de una dictadura totalitaria en el país.
Para mi fortuna, yo no había cumplido todavía los dieciocho años, por lo que, gracias a las insistentes gestiones de Víctor de Yurre, un amigo de la familia que había sido una figura destacada de la revolución en los primeros tiempos -uno de los tres alcaldes que tuvo La Habana a principios de 1959-, se logró que me trasladaran a una prisión de menores hasta arribar a la mayoría de edad, como todavía señalaba el código penal entonces vigente. De esa cárcel, en la que estaban recluidos varias docenas de jóvenes presos políticos -el menor de once años de edad, los mayores de diecisiete-, pude escaparme junto a otro prisionero, un combatiente del Escambray llamado Rafael Gerada que había sido herido en combate. Tras escondernos en La Habana varios días, ambos conseguimos asilo en una embajada latinoamericana, en la que estuvimos unos seis meses hasta que obtuvimos los salvoconductos y abandonamos el país escoltados por los diplomáticos que nos habían protegido.
Recuerdo, cuando despegaba el avión, que cantamos conmovidos el himno nacional. Era el 8 de septiembre de 1961. Estábamos seguros de que pronto volveríamos a una Cuba libre. Ha pasado casi medio siglo desde entonces.
Febrero 19, 2006