Por Carlos Floria
LA NACION
Raymond Aron solía recordar un cuento para calmar las reacciones antinorteamericanas de la izquierda de culto marxista y de la derecha nacionalista francesa cuando proponía el seguimiento desapasionado de las políticas internas de las grandes potencias. El cuento era el de un elefante que se trepaba a un bote: la tripulación entera pasaba de la curiosidad a la preocupación. Desde ese momento, las reacciones del animal ante sus procesos internos o frente a las alarmas exteriores eran vigiladas, porque de sus movimientos dependía la suerte de la navegación.
Lo que aquel gran intelectual y gran razonador pretendía era que el seguimiento de los debates internos de las grandes potencias fuera aceptado como una tarea de interés nacional para los demás, porque de sus derivas depende, en buena medida, la suerte de todos.
El examen de los debates y factores de decisión que operan en los Estados Unidos no es indiferente a nuestra política exterior ni a nuestro interés nacional aplicado a los cambios de mundo. Eso es lo que queremos decir.
Los especialistas en política internacional que mejor la abordan no omiten las importancia enorme de los factores internos en el comportamiento exterior de los Estados nacionales. La Guerra Fría contenía el optimismo liberal de los norteamericanos, convencidos de que la historia tenía más probabilidades que la guerra convencional de ver el fin del comunismo; el optimismo marxista-leninista prometía el triunfo final del comunismo sobre el capitalismo, y éste, el fracaso económico y burocrático del régimen soviético y el éxito de la economía norteamericana, consumista de recetas keynesianas a pesar de la ideología del libre mercado.
Aquella época llena de angustias fue la del golpe de Praga, la guerra de Corea, la crisis de los misiles en Cuba... Parece hoy tan lejana que muchos analistas norteamericanos –“país de la memoria corta”, según la visión ilustrada europea– hablan de la Guerra Fría como de un enfrentamiento entre dos potencias “conservadoras”, pasando por alto el hecho de que la carrera nuclear había derrochado recursos preciosos en un mundo en su mayor parte miserable, acosado por el riesgo de un enfrentamiento masivamente suicida.
La entrada en el nuevo siglo, en 2001, se hizo creyendo que el siglo XX nos había exhibido todas las formas concebibles de atrocidades. El 11/9 conmovió esa perspectiva. El terrorismo –fenómeno interior, salvo cuando estaba al servicio de un Estado que quería golpear desde lejos– demostraría que desde las Torres de Nueva York hasta las discotecas de Bali nada estaba a salvo, exponiendo un conflicto universal sin fronteras que hace que la idea de victoria sea, probablemente, no realista.
Tanto los intelectuales enrolados en la escuela realista de las relaciones internacionales –que se remiten al sutil y profundo Tucídides– como los “idealistas” son interpelados por una realidad extremadamente compleja que llama a los primeros a no subestimar el papel de los ideales, políticos y religiosos, las ideologías, los factores internos en la elaboración de la política exterior, y a no sobreestimar la “potencia dura”–militar y económica– en relación con la “potencia templada”, según la útil distinción de Joseph Nye ( en The Paradox of American Power), desdeñando las organizaciones internacionales y las normas que el derecho internacional incorpora.
En tanto, la realidad llama a los idealistas a reconocer que el objetivo último para “salir de la jungla” y del acoso de la anarquía internacional es encontrar, como vienen proponiendo Stanley Hoffmann y Pierre Hassner, un punto de acuerdo entre Hobbes y un idealismo renovado, una toma de conciencia –por razones humanitarias y de seguridad– de los reproches y quejas que están a menudo en la raíz de las acciones terroristas y que deben ser seriamente examinados.
Al cabo, los problemas del idealismo no consisten en un rechazo de los aciertos del realismo. La descripción de Kant de la realidad del estado de guerra internacional se encuentra muy próxima a lo que había dicho Hobbes. Pero Kant propone salir de esa realidad. El proyecto de paz perpetua –que Juan Tokatlian trajo, oportunamente, a colación días atrás en estas páginas– toca dos cuerdas: el sentido moral (“todavía durmiente”) y el sentido de la historia.
La mención de Hobbes evoca su Leviatán, y la demanda de un Leviatán mundial que dé ciertas garantías de sobrevivencia en nuestro pobre planeta remite a la potencia imperial mundial, es decir, en la hora actual, al “imperio norteamericano”.
Esto es parte importante de un debate interno, en los Estados Unidos, que está en desarrollo permanente, máxime cuando la arrogancia de la gestión de Bush está convocando la crítica no sólo de teólogos políticos, protestantes y católicos, denunciantes del desdén por la normas de la guerra justa y la caída en el “pecado de presunción”, sino de analistas militares que denuncian “el sistema de apparatchiks del Pentágono de Rumsfeld”. Rumsfeld es un negador de sus propios errores y de un mundo intelectual al que lo inquieta su parte de responsabilidad en la deriva de un discurso político “marcado por altos niveles de engaño, autoengaño, simplificación condescendiente y manipulación agresiva”, exacerbado por la inyección de un lenguaje religioso ideologizado por lo que se llama la “derecha cristiana”.
Dos ensayos recientes –Imperial Grunts, de Robert Kaplan, y The Case for Goliath, de Michael Mandelbaum– tratan el tema del “imperio americano” tomando como un hecho la “realidad imperial” a pesar de las tradiciones antiimperialistas de los Estados Unidos y de la “deslegitimación del imperialismo en el discurso público”. Kaplan viene de escribir una década atrás (1994) sobre el proceso de “anarquía internacional” que él creía comprobar, con Estados que colapsan frente a unos pocos que dominan y conquistan recursos sin piedad. Decía también que la lucha por los recursos es intensificada por conflictos étnicos y religiosos, por nacionalismos y demagogia y por profetas fundamentalistas. Fue pionero y hoy no está solo entre quienes exponen el realismo de la misión imperial norteamericana.
Los neoconservadores celebran esto y actúan en consecuencia (y con las consecuencias actualmente probadas, dirán, a nuestro juicio con razón, sus críticos).
Kaplan escribe su nuevo libro después de un trabajo de campo en todas las bases militares norteamericanas del mundo. Admira al US Marine Corps, núcleo fundamental de la América militar que opera en los frentes de la “guerra al terror”. Propone analogías –muy discutibles– entre la expansión del poder norteamericano en el mundo, las fuerzas contra los indios en el Lejano Oeste y el imperialismo británico en la India.
En el testimonio interesante de la gira de Kaplan poco hay de análogo con el compromiso colonial de largo plazo que los imperialistas británicos y otros poderes europeos asumieron –con suerte varia y atrocidades mayores o menores– en diversos territorios anexados.
Esas experiencias imperiales suponían sumergirse en culturas diferentes, aprender lenguas y, a menudo, forjar alianzas con oligarquías locales. La familiaridad con reglas internas y con años de vida aplicados a las empresas locales explican –sobre todo en el imperio británico en la India– un grado de control político que está lejos de las posibilidades de una fuerza militar solitaria, separada de la sociedad que la percibe como fuerza de ocupación. Si algo queda demostrado por los testimonios de Kaplan y sus furcios comparativos (romanos y persas aparecen también en analogías polémicas) es que los Estados Unidos carecen de la mayoría de los atributos que hacen un “poder imperial”.
El ensayo de Kaplan aporta, en cambio, una vívida experiencia del poder militar norteamericano, su nacionalismo patriótico y, por lo tanto, su disfuncionalidad imperial. Como testimonia uno de los oficiales en Irak: “Estamos conociendo lo que poca gente conoce; somos turistas con armas...”.
Michael Mandelbaum comparte con Kaplan que el rasgo preeminente de los Estados Unidos en la entrada de este siglo es su poder, pero discrepa en cuanto al papel imperial. El papel global americano es opuesto al papel imperial. Los Estados Unidos no representan al “león del sistema internacional, aterrorizando y consumiendo pequeños, débiles animales, con objeto de sobrevivir. Son, más bien, un elefante” que soporta a una gran variedad de otras criaturas, insectos inclusive. Desmañado y torpe en muchos de sus movimientos; subsidiado para mantener su nivel de consumo.
Ambos, al cabo, directa o indirectamente, avalan la posición crítica de Hoffmann, quien parafrasea a su maestro Aron: “Imperio improbable, paz imposible”. Por lo pronto, porque no hay ganas imperiales en el pueblo norteamericano. Pero, en primer lugar, porque la creación progresiva de un Leviatán mundial supone la clarificación del discurso público americano en cuanto a que las campañas mesiánicas para exportar democracia (Irak será, si ocurre, la democracia islámica de Bush) no sirve a la seguridad mundial.
La interdependencia de puntos peligrosos en el mundo –regímenes tiránicos sostenidos desde afuera, miseria de millones de seres humanos, degradación del ambiente, terrorismos, armas de destrucción masiva, Estados fallidos y protectorados– cultiva pasiones destructivas, reclama cierta humildad y magnanimidad y la acción concertada de políticas inteligentes y compasivas. Porque si los “Estados fallidos” representan un desafío, un “imperio fallido” evoca el abismo internacional.
Carlos Floria enseña ciencia política en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad de San Andrés.