Por Paul Kennedy
Clarín
La reacción nacionalista en EE.UU. frente a la compra de una gran empresa muestra los límites políticos de las decisiones económicas.
Hasta hace pocas semanas, sospecho que el presidente George W. Bush nunca había oído hablar de la Compañía de Navegación de Vapor Oriental y Peninsular ni habrá tenido la más mínima idea de qué significaba DP World (tampoco la mayoría de nosotros, honestamente).
Pero la tormenta política que se desató en todo Estados Unidos ante la noticia de que la primera de esas empresas de fletes y administración de puertos —que ya operaba una serie de puertos estadounidenses— había sido vendida a la otra, realmente sacudió a la Casa Blanca.
La reacción nacionalista en la acusación de que "los árabes manejarían nuestros puertos" hizo que la racionalidad saliera volando por la ventana. Todos los argumentos sensatos —que Dubai es un país amigo y que sus puertos son muy seguros; que en realidad son distintos organismos y autoridades portuarias estadounidenses los que supervisan el tráfico que ingresa por los numerosos puertos del país; que ya hay muchas multinacionales de propiedad extranjera, aunque no árabe, dirigiendo nuestras operaciones de control de puertos— fueron arrastrados por las enormes mareas de ignorancia y especulación política.
Tal vez no sea consuelo para Bush en sus actuales tribulaciones, pero este revés tiene una extraña similitud con una humillación infligida a otro gobierno imperial muy conservador y atento a la seguridad nacional, hace alrededor de cien años.
Pues fue precisamente en la primavera de 1903 cuando el gobierno tory del primer ministro británico Arthur Balfour recibió un severo golpe por un hecho conocido como la crisis del ferrocarril de Bagdad. Esta también afectó a una administración convencida de que lo único que había hecho era firmar un acuerdo comercial sensato. En cambio, altos ministros se vieron en medio de una tempestad política.
El "acuerdo" en cuestión involucraba a banqueros británicos (y franceses) que se sumaban a un proyecto alemán de construir un ferrocarril que correría desde Estambul a Bagdad.
Dentro del gobierno británico, la opinión de la mayoría coincidió en que el convenio comercial en cuestión no planteaba ningún problema. De hecho, era un contrato considerablemente bueno ya que impediría que Berlín "avanzara solo" en tanto que la presencia alemana en la zona actuaría como control de la perspectiva mucho más preocupante de la creciente influencia rusa en Oriente Medio.
Pero el gobierno de Balfour no había tomado en cuenta el desagrado cada vez más visceral manifestado en la opinión pública británica hacia la Alemania imperial, especialmente por la "derecha patriótica", pero también por quienes en esa época eran llamados "imperialistas liberales". El adjetivo "alemán" era un anatema para ellos como parece serlo hoy "árabe" o "musulmán" para ciertos estadounidenses.
Estos círculos no aprobaban el comercio ni las políticas tarifarias de Alemania. Percibían anglofobia en Alemania y consideraban que la relación anglo-germana era hostil. Leían novelas y artículos de revistas espantosos sobre intentos futuros de Alemania de invadir Inglaterra. ¿Cómo podía su propio gobierno confiar en Berlín?
La explosión de ira de estos patriotas ante la noticia del acuerdo comercial inminente fue extrema y políticamente ominosa. En vano el gobierno de Balfour, especialmente su secretario de Relaciones Exteriores, Lord Lansdowne, protestó afirmando que no había ningún motivo para alarmarse. La batahola en la prensa patriótica era grande.
Cuando un alto ministro archi-imperialista, Joseph Chamberlain (el secretario colonial), rompió con la cúpula por esa cuestión, la política "sensata" de Lansdowne se derrumbó y los banqueros abandonaron sus negociaciones. Tal como expresaba el secretario de Relaciones Exteriores en sus cartas privadas, todo era ridículo y humillante. Pero no importaba. Había terminado no siendo una buena política. Los estudiosos marxistas dirían que cuando intereses comerciales supuestamente poderosos chocan contra pasiones nacionalistas, son los primeros los que pierden la batalla.
Más importante aún, esta pelea por el ferrocarril de Bagdad tuvo efectos en la delicada relación entre Gran Bretaña y Alemania, quizá tan delicada como la existente entre Estados Unidos y el mundo árabe en la actualidad. Si la opinión chauvinista británica iba a oponerse a todo lo que tuviera pegada la palabra "alemán", los responsables políticos en Alemania sacarían sus conclusiones. ¿Cómo diablos podían hacerse negocios confiables en semejante país?
Esta última es, obviamente, la pregunta que se plantea la comunidad bancaria contemporánea —no sólo en Estados Unidos sino en Londres, Francfort y los centros financieros árabes— luego de la derrota humillante de la Casa Blanca en el tema de los puertos. ¿No frenará esto la inversión extranjera en Estados Unidos? ¿Lesionará el crédito estadounidense en los mercados internacionales? ¿Qué conclusiones sacarán en China, cuyos enormes excedentes comerciales le dan una montaña de dólares para invertir en alguna parte?
Tal vez esto no cause un daño tan grande como se teme a los ingresos de dinero en Estados Unidos, aun de las inversoras árabes. Existen todo tipo de mecanismos financieros de "perfil bajo", de modo que el capital podría seguir moviéndose hacia Occidente a través de holdings y bancos en Gran Bretaña y Canadá.
Por lo tanto, la consecuencia más grande de esta debacle impensada tal vez no sea tanto económica como política. Puede ser una advertencia a la administración Bush de que no puede dedicar cuatro años a advertir al pueblo estadounidense que enfrenta una "guerra contra el terrorismo" cada día de su vida, y no verse incomodada ocasionalmente por las diversas formas en que esa propaganda es asimilada. La Casa Blanca no puede decir que ciertos hechos como la oferta de DP World están bien, pero que otras cosas (como los científicos extranjeros del mundo musulmán que presentan solicitudes para investigar en universidades estadounidenses) son motivo de sospecha y análisis a fondo, o que las bases de las organizaciones políticas palestinas son malas, mientras que los emiratos conservadores son aceptables y útiles. El mundo no es tan simple.
El autor es historiador de la Universidad de Yale
Copyright Clarín y Tribune Media Services, 2006. Traducción de Cristina Sardoy.