Por Rosa Montero
El Expreso de Guayaquil
Viendo el otro día la estupenda película Truman Capote me quedé pensando una vez más en que no es nada fácil vivir una existencia entera manteniendo la dignidad, la vitalidad, la curiosidad y la entereza. Si no mueres joven, los años te ofrecen muchas otras posibilidades de morirte por dentro.
Puedes corromperte, adocenarte, amedrentarte. Puedes equivocarte totalmente y convertirte en algo que de joven despreciabas. Puedes petrificarte en tus emociones y tus ideas, o deprimirte, o quizá alcoholizarte.
Hay incalculables formas de perderse y todos llevamos dentro la posibilidad de hacer de nuestras vidas un disparate.
Eso es exactamente lo que le sucedió a Truman Capote, ese inmenso escritor que vendió su alma al diablo por una desmedida ambición de ser rico y famoso.
Ansiaba tanto triunfar que no le importó sacrificar vidas humanas para ello; es decir, deseó durante años y con todas sus fuerzas que ejecutaran a los dos asesinos en los que basó su obra maestra, A sangre fría, en la equivocada creencia de que la muerte de esos hombres (con los que había desarrollado una larga y estrecha relación) pondría el broche de oro a su libro.
Personalmente creo que fue toda esa miseria lo que destruyó a Capote. Vivió veinte años más después de A sangre fría, pero, aparte de unos pocos cuentos, no consiguió terminar ningún otro libro. Y cuando murió, con 59 años, era un personaje patético y enfermo, un ser profundamente infeliz destrozado por las drogas y el alcohol.
Hace muchos años que leí la formidable biografía de Capote hecha por Clarke en la que está basada la película, y ahora no recuerdo si el autor pone en algún momento esa fatídica frase que suelen decir todos los biógrafos: “Esos fueron los mejores años (o meses) de su vida”.
Soy una amante del género biográfico y les aseguro que siempre se me ponen los pelos de punta cuando me tropiezo con semejante afirmación: entonces, ¿todo lo demás, el resto de la existencia del personaje, fue un puro decaer? ¿Las vidas pueden estropearse así, sin previo aviso? ¿Y habré gastado y superado yo ya, sin darme cuenta, mi periodo de gracia y plenitud? ¿Estaré al borde de algún oscuro precipicio, como Capote lo estaba al publicar A sangre fría, aunque, cegado por el estruendoso éxito, seguramente creyera que estaba empezando lo mejor de su vida? Es una reflexión escalofriante.
Vivimos en una sociedad que mitifica de tal modo la juventud que, a la hora inevitable de envejecer (un trayecto que tenemos que hacer todos) no solo no solemos contar con apoyos para el viaje, sino que, por el contrario, se nos bombardea con mensajes inquietantes.
Por ejemplo, otra cosa que me fastidia de las biografías es que suelen dedicar el grueso del volumen a la infancia, la juventud y la primera madurez, y que luego, alcanzada cierta edad del personaje, normalmente despachan el resto de sus días (a veces, en los longevos, más de veinte años) en un puñadito de páginas, como si el último tercio de la vida fuera algo carente de interés y valor.
Y lo mismo sucede en las encuestas: habrán visto que están divididas por sectores de edad, de manera que hay un apartado dedicado, pongamos, a los que están entre 15 y 24 años, otro a los que caen entre 25 y 40, un tercero entre los 41 y los 55, por ejemplo, y después... Después muchos de estos estudios abren un inquietante tramo ilimitado: “De 56 en adelante”.
Es como si a partir de esa edad entraras en la bruma que todo lo deshace, como si fueras escupido al espacio exterior de la vida rica y verdadera.
Y, sin embargo, cada vez vivimos más. Qué paradoja. Yo siempre he pensado que la vejez es la edad épica del ser humano. Que es difícil envejecer con dignidad y manteniéndose verdaderamente vivo hasta el final, y que cumplir esa aventura, es decir, conseguir desarrollar una existencia entera lo más plena y feliz, es la mayor ambición a la que uno puede dedicar su vida. Verdaderamente envejecer tiene muy pocas cosas buenas, pero las que tiene son formidables.
La primera, la maravillosa evidencia de que no has muerto joven. Y la segunda, el hecho de que, si te esfuerzas un poco, sin duda la vejez te hace más sabio (por el contrario, si te rindes y te dejas llevar, lo más probable es que acabes siendo un imbécil).
Ser más sabio es conocerte mejor, es llegar a encontrar tu lugar en el mundo, es aceptarte y aceptar a los demás, es descubrir la oculta armonía de la vida. Es decir, es una sabiduría que creo que te ayuda a ser feliz. Lo mejor está siempre por venir, a pesar de lo que digan los biógrafos.
De El País para EXPRESO