Por Sami Naïr
El País
Los dos grandes retos que afronta hoy la Unión Europea, aparte de la ausencia de un verdadero proyecto común, son los relativos a la energía y a la estrategia migratoria. En este último aspecto, hace más de 15 años que la UE proclama su deseo de construir una política común. Desde el Tratado de Maastricht de 1990 hasta el Programa de La Haya de 2004, pasando por los Acuerdos de Schengen (1990), el Tratado de Amsterdam (1997) y el Tratado de Niza (1999), el Consejo Europeo de Tampere (1999), el Tratado de Laecken (2001) y la Constitución abortada (artículos III, 265 a 268), se han aprobado normas que regulan tanto la inmigración laboral como la entrada de refugiados y el asilo. Pero los resultados no están, ni mucho menos, a la altura de las esperanzas.
Es más, a pesar de todos los esfuerzos, no existe un auténtico consenso en ninguna de las grandes cuestiones ligadas a la inmigración: ni sobre el principio de la libre circulación en el interior de la Unión, ni sobre un acuerdo de fondo para la concesión de visados, ni sobre la cooperación práctica para disponer de un sistema común de asilo, ni sobre la manera de hacer frente a la llegada de refugiados a nuestras fronteras o a los territorios de terceros países, ni sobre la política de la Unión en relación con otros países (la cuestión de la ayuda "condicionada" de la Unión a cambio de la cooperación de terceros países). Para no hablar de las discrepancias, comprensibles pero a veces radicales, sobre las diversas formas de gestionar las migraciones dentro de cada país (regularización, integración, etcétera).
La política migratoria debía ser "comunitaria" a partir del tratado constitucional (en el "neolenguaje" europeo debía pasar del tercer pilar al primer pilar), pero tardará en serlo. Esta atonía engendra lentitud y falta de seguimiento de las decisiones, de ahí que los países que sufren presiones migratorias importantes prefieran buscar acuerdos intergubernamentales. En realidad, como reconoce el presidente de la Comisión, José Manuel Durão Barroso, no existe un acuerdo sobre la política "global" de inmigración: "La Comisión Europea ha hecho una propuesta de política comunitaria. (...) Será difícil que los Estados miembros la acepten" (Expansión, 15 de junio de 2005). Ésa es la razón por la que los Estados que desean gestionar de forma conjunta los problemas migratorios están comenzando a poner en marcha una política progresiva de "cooperación reforzada". La reunión del Consejo Europeo del 16 de junio se cerró con un acuerdo de colaboración entre nueve países; por otro lado, España, Francia y Marruecos tienen previsto organizar un gran encuentro en el mes de julio en Rabat para hacer frente a la creciente demanda migratoria procedente del África subsahariana. En otras palabras, la política europea de inmigración va dejando sitio, poco a poco, a una cooperación intergubernamental más flexible y, sobre todo, más rápida y eficaz. En la práctica, está más a la orden del día la "nacionalización" de la política migratoria que su "europeización".
Sin embargo, se trata de un reto de dimensión internacional. Las migraciones hacia la Europa del euro (la de los Doce) proceden de Polonia, Rumania y la República Checa; Asia puebla la Unión cada vez más (en 2002, los inmigrantes asiáticos representaron el 34% de las entradas) y estamos presenciando el despertar del África subsahariana, que ha abierto las compuertas de sus fronteras. Ahí nos encontramos con un elemento nuevo de consecuencias imprevisibles. Pero lo llamativo de la llegada de los nuevos boat peoples africanos a Canarias no debe ocultar la realidad: las principales migraciones clandestinas se producen por tierra, en Europa, y a menudo empiezan siendo legales, porque muchos futuros inmigrantes llegan con visado de turista.
Europa y los Estados miembros abordan esta demanda migratoria con una visión estrictamente instrumental: retienen a los inmigrantes que les interesan (cualificados y no cualificados) y negocian con los países de origen o de tránsito acuerdos de readmisión para los clandestinos, siempre a cambio de una compensación económica. Ése es otro aspecto del mercado migratorio actual: los países de origen utilizan cada vez más la emigración de sus ciudadanos como arma en el intercambio desigual que estructura sus relaciones con los países europeos. Esta tendencia se desarrollará aún más en años venideros, porque corresponde a una doble dinámica: por un lado, permite a una parte de la población, joven y activa, resolver sus problemas sociales; por otro, los países de origen conquistan posiciones en los países ricos para que fructifiquen en ellos sus "diásporas" como fuentes de dinero e influencia.
Hoy, todos los países de origen de las migraciones incorporan a los emigrantes como una variable fundamental en sus relaciones con los países europeos. Así, en estos últimos años, hemos visto a países como Marruecos, Polonia o China "hacerse cargo" de sus ciudadanos para usarlos como un elemento más de las relaciones que mantienen con lospaíses que acogen a esas comunidades. Y es, para esos países, una manera legítima de adaptarse a la globalización: utilizan la mano de obra barata, cualificada y no cualificada, como una ventaja relativa en la dura competencia que afrontan. Esta tendencia podrá, si no plantear problemas de lealtad a quienes adquieran la nacionalidad de los países de acogida, sí, al menos, retrasar la integración, porque integrarse significa a menudo interrumpir la ayuda a la familia que se ha quedado en el país de origen. Ante esta situación, Europa tiene una brutal falta de ideas y voluntad. En lugar de cambiar por completo de enfoque y convertir las migraciones en un eje estratégico de su política, la UE se conforma con considerarla como una variable secundaria en sus relaciones internacionales.
Es una actitud profundamente hipócrita. Porque la economía europea necesita a la inmigración. Todos los sondeos demuestran la escandalosa contradicción que existe entre el discurso paranoico, provocador de angustias y odios, que elaboran algunos contra la inmigración y la realidad de las necesidades de mano de obra en sectores enteros. En toda Europa se pueden ver las mismas tendencias, más o menos acentuadas según los países, pero idénticas desde el punto de vista estructural: necesidad de inmigrantes en hostelería, construcción, servicios, agricultura, obreros cualificados...; pero también informáticos (en 2004 representaron una de cada dos entradas en Francia), médicos, etcétera. Las leyes draconianas que regulan la obtención del derecho de venir a trabajar y la amenaza de perder ese derecho si se abandona el país de acogida han hecho que se haya desarrollado también en todas partes la inmigración familiar, que ocupa ya el primer puesto entre los tipos de inmigración en países como Francia, Alemania, Suecia e incluso Italia.
Esta estrategia espontánea de los inmigrantes corresponde a la prohibición que les imponen las leyes vigentes en Europa de seguir manteniendo relaciones económicas con sus países de origen. Las declaraciones sobre el codesarrollo son enormemente cínicas y engañosas, porque significan, o bien devolver a sus países a los inmigrantes que ya no son necesarios, o bien proveerse de una retórica que justifique una política de acogida feroz, basada en la precarización de los inmigrantes.
En realidad, para afrontar el reto mundial que suponen hoy las migraciones, no hay otra solución que favorecer la aplicación de estatutos de residencia estables y, al mismo tiempo, instaurar la movilidad entre los países de acogida y de origen. Una movilidad que debe estar sometida a contrato (derecho de circulación entre determinados países) y, a la vez, constituir el motor de una verdadera estrategia de ayuda al desarrollo.
La movilidad será cada vez más rentable para el país de acogida, que así podrá recibir fuerzas nuevas y variadas; y favorecerá las relaciones comerciales con los países de origen, porque los inmigrantes, gracias a sus inversiones, unirán su suerte a la de los países de acogida. En la actualidad, la inmigración portuguesa en Europa ofrece un ejemplo espléndido de esta fructífera dinámica entre Portugal y los países que acogen a sus ciudadanos. ¿Por qué no va a actuar Europa del mismo modo con los países del Magreb y el África subsahariana, con las estrechas relaciones que ha habido históricamente entre los dos continentes? Por desgracia, todo indica que la política actual, tan corta de miras, va a seguir adelante. Pero todo el mundo sabe que no son unos cuantos barcos más en el mar para vigilar a los nuevos condenados de la tierra los que cambiarán alguna cosa en el drama de la inmigración.
Sami Naïr es profesor invitado en la Universidad Carlos III. Su último libro es Y vendrán... Las migraciones en tiempos hostiles (Bronce, 2006). Traducción de M. L. Rodríguez Tapia.