Por Fernando Fernández
ABC
Las cuotas se imponen en la política económica. Cuotas por grupos sociales, por procedencias geográficas, por confesiones religiosas o por orientaciones sexuales. No se puede ser más multicultural y postmoderno. El problema es que son un coste para las empresas españolas, y no estamos precisamente sobrados de competitividad.
Un coste que constriñe su capacidad de gestión, pero también un coste que deteriora la calidad de la política económica. Y un coste sin límite, porque hoy tenemos cuotas para mujeres y catalanes, pero ¿qué impide que en una sociedad multicultural se pida-exija a los consejos que reserven un 10% de sus plazas a emigrantes o su cuota correspondiente a gays o agnósticos? No se rían, es un hecho aceptado que el Ministerio de Industria le corresponde en propiedad a los catalanes, la Comisión Nacional de Energía a Bilbao o la vicepresidencia primera del Gobierno a las mujeres. A los asturianos nos queda decidir si queremos la Dirección General del Carbón o de Industrias Lácteas, o apostamos por la modernidad y reclamamos el Instituto Cervantes para hacer del bable una lengua propia e internacional.
Es divertido ver a los políticos haciendo encajes de bolillos y estudiando las tablas «input-ouput» de Leontieff como si fueran un sudoku. Mientras tanto, la economía española pierde competitividad, se deteriora el diferencial de inflación, los tipos de interés van a subir más de lo que descuenta el mercado, se encarece la financiación del déficit exterior y el gasto público crece mucho más que el PIB nominal. El Gobierno discute de cuotas, pero nadie mira los números, nadie hace los deberes, nadie propone soluciones ni se aplica a la tarea de gobernar. Es más divertido seguir haciendo puzzles para deconstruir España.
Los «head-hunters» (cazadores de talentos) andan encantados buscando mujeres y catalanes para cubrir consejos, pero afortunadamente nuestros empresarios siguen diseñando agresivas operaciones de internacionalización. Tras los bancos, energéticas y «telecos», son ahora las constructoras y gestoras de infraestructuras las que han entendido que la alternativa es crecer o ser opado, y se han lanzado a la captura de tamaño y de nuevos mercados.
Las razones, las mismas que impulsaron la aventura pionera de la empresa española en la segunda mitad de los noventa. Pero quizás haya que añadir también otra, alejarse del regulador español, separarse de la injerencia política, evitar la larga mano del Gobierno.
Porque las empresas tienen claro, como lo tenían los economistas hasta que se contagiaron de nacionalismo, que el tamaño del mercado es una condición necesaria de competencia. Como escribió Pirenne en el año 1925, la ciudad medieval, al liberar al siervo del señor feudal permitió el despertar del comercio, la prosperidad y los derechos humanos.
Claro que entonces no había cuotas y los carlistas no eran precisamente las fuerzas del progreso.