Por Enrique Serbeto
ABC
Vamos a halar claro sobre los derechos de autor; ya vale de lágrimas de cocodrilo. La piratería no es del todo mala. Es mala para las compañías de discos, eso es cierto, pero no tanto para los artistas y desde luego es muy buena para los consumidores. La mayor parte del coste de un disco no es ni lo que cobra el autor ni los costes industriales.
Es más, la industria de los discos debe ser la única que no ha aprovechado las ventajas de las nuevas tecnologías para bajar los precios y aumentar su productividad, como han hecho todas las demás. Y si algo han bajado los precios ha sido precisamente gracias a la presión de los barbarrojas del «top manta», cuya existencia es la demostración palpable de lo baratos que podrían ser los discos. Lo que nadie dice es que la mayor parte del precio que se paga al comprar un CD nuevo y legal sirve sobre todo para que las compañías recuperen la inversión promocional que han hecho para hacer que nos apetezca comprar específicamente ese disco. Es decir, que tenemos que pagar para que nos guste pagar más. Extraño ¿no?
En una sociedad libre, los efectos de millones de decisiones individuales son una energía formidable para los cambios. ¿Se han fijado la cantidad de actuaciones musicales que hay ahora? Cuando los Rolling vinieron a España por primera vez sus conciertos se contaban con los dedos de una oreja. Ahora, hasta un orgulloso pueblo de Almería se permite el lujo de traer a esta cuadrilla de carcamales para verlos en directo, porque los ingresos por conciertos son más seguros que los discos. En los tiempos «AdC» (antes del CD) hubo intentos hasta de crear cantantes que ni siquiera cantaban, pero que daban bien en las fotos. Ahora todos los músicos más o menos decentes se tienen que remangar y trabajarse unas cuantas actuaciones en directo para mantener los ingresos. ¿Qué hay de malo en eso?. Todo el verano los aficionados a la música de todo tipo tendrán espectáculos a elegir (y a pagar a tocateja, faltaría más).
Se acabó el tiempo en que solo trabajaban las humildes orquestas que amenizan las verbenas rurales, músicos meritorios que vivían arrastrando los cachivaches en una furgoneta de mala muerte, corriendo por esas carreteras de Dios a las cuatro de la mañana, a cambio de unos modestos emolumentos que les permitieran pagar al menos la gasolina. Mientras tanto, las rutilantes estrellas de la música, no necesariamente grandes genios, las mas de las veces simples fenómenos de la popularidad, se tumbaban a la bartola viviendo de las rentas de los derechos de autor. Con un par de pelotazos (discazos, más bien) ha habido quien se ha pasado media vida como un marajá. Pues no. Ese tipo de propiedad «intelectual» no es la que merece protección.