Por Enrique Gil Calvo
El País
A la vejez, viruelas. Hace casi medio siglo que deserté sin re-mordimiento de cualquier práctica religiosa. Y desde entonces me he venido considerando un escéptico, un racionalista contumaz y un agnóstico convencido. Pero ahora ya no lo tengo tan claro. Hete aquí que de pronto, cuando me adentro en el último tercio de mi vida, acabo de descubrirme recayendo en algo que recuerda demasiado a la vieja práctica religiosa de mi niñez. Todos los domingos, como si me asaltase algún reflejo condicionado semejante a los que hacían salivar a los perros de Pavlov, me dirijo a mi librería de guardia y me reclino ante los anaqueles, adorando con delectación a mis ídolos de letra impresa a la espera de comulgar con sus litúrgicas páginas. Y tras la mística experiencia, acuciado por mi pasión sagrada, no puedo menos que recaer de nuevo en la tentación de adquirir material impreso, por mucho que sufra mi menguada cuenta bancaria de funcionario docente.