Editorial - Clarín
Sea que Fidel Castro se recupere y retome el poder, sea que éste quede en manos de su hermano Raúl, la transición política en Cuba ha comenzado y los países latinoamericanos tienen que jugar un papel en ese proceso.
La transición política ha sido un escenario sobre el que el gobierno cubano emitió diversas señales, con la conciencia de la finitud física de su líder y de la necesidad de una renovación generacional de la dirigencia. Pero no con el propósito de promover cambios sustanciales, sino de garantizar una transición no traumática manteniendo el régimen existente.
Como sucede en los países que se denominan socialistas, las instituciones dominantes sólo admiten cambios impulsados desde la cúpula, ya que no existen instancias de la sociedad política o civil que puedan decidir o influir en esas transformaciones. Las instituciones en las que participa la sociedad civil están condicionadas por la existencia de un partido único que determina los grandes cursos de la política interna y externa. Por otra parte, el ejercicio del poder está concentrado en la figura de Castro, por lo cual la perspectiva de su retiro o desaparición abre un enorme abismo. Cuba no ha querido o sabido, precisamente, diseñar a tiempo instituciones para garantizar que el inevitable cambio de guardia fuera más previsible.
La posición oficial sobre el futuro fue expuesta por Raúl Castro, quien sostuvo que el gran dirigente de la Revolución de hoy y del futuro es el Partido Comunista. En este proceso será también decisivo el papel de las Fuerzas Armadas Revolucionarias —que tienen además una importante participación en sectores clave de la economía cubana—, pero éstas están controladas por el partido.
La opacidad del régimen cubano impide conocer las corrientes de opinión o las ambiciones de poder que seguramente operan en la cúpula dirigente y que influirán en el futuro inmediato. Tampoco es posible conocer en forma fidedigna el estado de la opinión pública en Cuba —fundamentalmente por la carencia de libertades de expresión y asociación—, y cuáles son las demandas políticas y sociales prevalecientes.
La crisis de dirección cubana ha impactado en América y en Europa. El gobierno de George W. Bush anunció recientemente un programa para promover la transición política en Cuba, en la línea de los sectores más conservadores y de los influyentes grupos de exiliados anticastristas. Cuando se conoció el retiro de Fidel Castro, anunció que apoyará una transición orientada hacia la democratización pero que, mientras ésta no se verifique no levantará el embargo comercial, utilizándolo como instrumento de presión. En una línea menos confrontativa, una franja de la opinión política, generalmente cercana al Partido Demócrata, propone levantar el bloqueo, para facilitar una negociación con la dirigencia cubana. La Unión Europea adoptó una posición más expectante y menos intervencionista.
La democratización de Cuba, como la de cualquier otro país, es un objetivo apreciable en la medida que implica una ampliación de los derechos civiles de una sociedad. Pero en las políticas vinculadas con ese propósito hay que tener en cuenta que Cuba es un país soberano que debe decidir su propio destino; que ningún sistema puede cambiar en forma abrupta y que el sistema existente en la isla puede gozar de apoyo social, aun después de un retiro de Castro.
En esta coyuntura, los países latinoamericanos deben intervenir en el proceso por dos razones básicas. La primera, para contribuir a que la transición sea lo menos traumática y confrontativa posible, promoviendo la flexibilización del régimen de la isla.
La segunda es balancear el protagonismo que los Estados Unidos se apresta a jugar. Cuba es, por razones políticas de larga data, de interés primordial para la dirigencia estadounidense. Pero también lo es, o debe serlo, para Latinoamérica.
La enfermedad de Fidel Castro aceleró una transición política en Cuba. La cúpula dirigente quiere garantizar la continuidad. La rigidez institucional del sistema cubano genera serias incertidumbres sobre cómo será ese proceso así como posibilidades de confrontación. Los países latinoamericanos deben intervenir para que sea lo menos traumático posible y para balancear la influencia de los Estados Unidos.