Por Anthony Gregory
Ante el reciente descubrimiento en Pakistán de un supuesto complot para aterrorizar a aeronaves volando desde Gran Bretaña a los Estados Unidos, la Administración de la Seguridad en el Transporte (TSA es su sigla en inglés) rápidamente prohibió a los pasajeros de las aerolíneas comerciales ingresar con fluidos—botellas de agua, bebidas gaseosas, shampoo, y otros artículos de tocador líquidos—a los aviones.
Algunos críticos de la nueva política de la TSA han cuestionado la inmediatez con la cual las nuevas y amplias restricciones fueron emitidas. Los sospechosos que supuestamente iban a pasar inadvertidamente explosivos líquidos en un avión aún no tenían los pasajes, y algunos ni siquiera poseían pasaportes, lo que en Gran Bretaña exige meses de espera. Según NBC News, “Un funcionario británico senior sugirió que un ataque no era inminente”.
Quienes critican al Presidente Bush se quejan de que las nuevas restricciones de la TSA estuvieron basadas más en la política que en verdaderas inquietudes sobre la seguridad, pero no deberían sorprenderse. Los únicos esfuerzos no afectados por la politización son aquellos que están libres del proceso de toma de decisiones políticas—aquellos separados del estado. Después del 11 de septiembre, la seguridad aérea fue nacionalizada. Los demócratas fueron los primeros en insistir en ese cambio; los republicanos inicialmente lo resistían, pero finalmente lo respaldaron.
La seguridad aérea gubernamental ha sido gravosa, bizarra e ineficaz. En 2003, el estudiante universitario Nathaniel Heatwole introdujo de contrabando cuchillas en dos aeronaves. Revelaciones de varios medios noticiosos han demostrado la inconsistencia de la seguridad en los puestos de control, a través de los cuales miles de individuos introducen furtivamente artículos prohibidos cada año. Innumerables vuelos han sido demorados y pasajeros dramáticamente molestados por cierres ridículos de las puertas de los aeropuertos, todo porque algún agente descubrió un par de tijeras en un basurero o en virtud de que alguien lucía sospechoso.
Rara vez alguien pregunta qué es lo que hace a los aeroplanos mucho más vulnerables a los ataques con bombas que a los edificios de oficinas, restaurantes, cines, y otros lugares muy concurridos. ¿Por qué todo el foco sobre las líneas de la seguridad aeroportuaria, en vez de muchos otros sectores de la ajetreada sociedad? Si el único peligro es supuestamente que los aviones pueden ser secuestrados y utilizados como misiles tal como lo fueron el 11/09, ¿por qué no permitir a las aerolíneas protegerse a sí mismas armando a sus pilotos o incluso permitiendo pasajeros armados? Las aerolíneas tienen todos los incentivos para proteger a sus clientes, empleados e inversiones, y pueden establecer la mejor forma de hacerlo.
Las compañías aéreas podrían tener estándares diferentes, y los clientes escoger con cual quedarse—aquellas que permitan armas de fuego o las que desarmen a sus pasajeros y tripulación; aquellas que revisen a todos los clientes por igual o las que sean más cuidadosas con los pasajeros de un grupo demográfico estadísticamente más riesgoso. Las compañías de seguros para automóviles distinguen sobre bases demográficas. ¿Por qué no pueden hacerlo las aerolíneas?
Podríamos esperar algunas diferencias en el modo en que los sectores privado y público manejarán una posible amenaza. La gente en el sector privado, ya sean los pasajeros individuales o las compañías aéreas, son consideradas responsables por sus acciones. Las empresas pierden dinero cuando no protegen sus activos, y se hunden si abusan de sus clientes del modo en que la TSA maltrata frecuentemente a los viajeros. Los individuos privados tienden a ser mesurados y eficaces aún en respuesta a amenazas tan serias como la de Richard Reid, quien llevaba una bomba en el zapato, y en diciembre de 2001 logró pasar la seguridad gubernamental para solamente ser neutralizado por las azafatas y pasajeros abordo de la aeronave.
El gobierno, en contraste, carece de responsabilidad cuando algo sale mal. E incluso después de que dos alguaciles aéreos federales acribillaron a balazos a Rigoberto Alpizar cuando salió corriendo de su vuelo programado en el Aeropuerto Internacional de Miami el 7 de diciembre de 2005, no hubo esfuerzo alguno por cambiar la política de seguridad—tan solo un intento por parte de los funcionarios hasta el Presidente Bush para encubrir lo que había acontecido. Después de que las afirmaciones del gobierno acerca de que a Alpizar le habían disparado porque tenía una bomba fueron contradichas por cada uno de los pasajeros abordo y después de que se demostró que el hombre desarmado carecía de conexiones terroristas, los funcionarios gubernamentales no hicieron frente a ninguna consecuencia por la mortífera demostración y el encubrimiento sobreviviente.
En realidad, el gobierno, a diferencia de la empresa privada, no posee ningún incentivo institucional para proteger a los pasajeros. No le teme a la bancarrota, a las demandas judiciales, al enjuiciamiento o incluso a la competencia. En cambio, el gobierno utiliza a la seguridad aérea como una modo cualquiera de expandir su tamaño y poder. Cada ataque terrorista, potencial o exitoso, se traduce en mayores presupuestos burocráticos. El fracaso es recompensado con más dinero. La atrocidad ocasional, tal como la muerte de Alpizar, es vista como el precio a pagar para estar seguros.
No debería entonces sorprender, que la norma en los aeropuertos sea la intimidación, la molestia onerosa, el temor a los funcionarios, tal como si estuviésemos en un estado policial, y, en el mejor de los casos, una falsa sensación de seguridad contra los terroristas. Solamente mediante la privatización y desregulación de la seguridad podemos despolitizarla y permitir que aquellos que tienen un verdadero interés en la seguridad estén a cargo de la protección de los pasajeros.
El autor es Investigador Analista en el Independent Institute.
Traducido por Gabriel Gasave.