Por Julio César Crivelli
Fundación Atlas 1853
Desde la revolución del 30, los argentinos tenemos un sueño absurdo: creer que una sociedad capitalista puede nacer y crecer dejando de lado los presupuestos básicos de la sociedad capitalista. Negamos la libertad política y económica y pretendemos que el capital se acumule por orden del Estado. Creemos que el Estado (gobierno) es más sabio que el mercado (sociedad) y que el gobierno dirigirá cómo y cuándo se invertirá el capital. Y sorprendentemente creemos que el capital obedecerá.
Esta creencia confusa y ruinosa nos ha guiado desde hace décadas. Después de la crisis de 2001, por oposición al supuesto neoliberalismo de los 90, que en realidad fue un populismo más, se ha desarrollado otra vez una idolatría rígida: el «neodirigismo». Este «neodirigismo» se ha instalado con el consenso de toda la clase dirigente, basado en las ganancias que le produce el dólar sobrevaluado. El neodirigismo es un renacimiento del sueño corporativista: empresas que hacen lo que el gobierno indica, centrales de trabajadores que obedecen al gobierno, aislamiento internacional en pos de una soñada autonomía, participación del gobierno en todos los aspectos de la vida regulando, ordenando, arbitrando. Este Estado ingresa directamente en lo macroeconómico, fijando precios, salarios, tipo de cambio, y demás factores de la economía. En lo jurídico, el neodirigismo interviene en los contratos, limitando la autonomía de la voluntad (prohibición de indexación, de exportación, subsidios de precios y tarifas, congelamiento de precios y otras que sobrevendrán). Además, critica a las repúblicas capitalistas occidentales, derivadas de la revolución francesa y norteamericana. Supone, rescatando un viejo dogma estalinista, que son hipocresías, instrumentos de dominio y que estas naciones no serían tan prósperas si no expoliaran al resto de la Comunidad internacional. De allí se deriva nuestra amistad con Chávez y nuestro alejamiento de Estados Unidos y Europa.
También el Estado neodirigista necesita abatir obstáculos que plantea una sociedad cuando está organizada como república occidental: en primer término, el principio de división de poderes. Debe asegurarse que el gobierno pueda legislar, lo cual se ha conseguido definitivamente con la reglamentación de los DNU. También debe asegurarse la coherencia del Poder Judicial, lo cual se obtuvo con el nuevo Consejo de la Magistratura. En el orden federal, la obediencia de provincias y municipios está asegurada por su endémica dependencia económica de la Nación. Teniendo la mayoría del poder, puede poner manos a la obra para desarrollar la economía: se mantiene un «dólar superalto» que ha aumentado la actividad económica, al subsidiar las exportaciones y encarecer las importaciones.
A ello se ha sumado el viento a favor de los altos precios internacionales. Esto genera ganancias tanto para quienes exportan, como para los que, al amparo del dólar superalto, operan en el mercado local, sin competencia del exterior.
Asociación
El Estado se asocia en esta rentabilidad por medio de retenciones a las exportaciones y el aumento de la presión tributaria efectiva en el mercado interno. Tenemos así un modelo rentable para el sector privado y superavitario para el sector público. Hasta ahí el modelo económico es virtuoso.
La parte mala (siempre hay una parte mala) es que el dólar superalto arbitra los precios de la economía afectando a los que menos tienen. El dólar superalto aumenta el precio interno de los bienes exportables. Pero esos bienes en la Argentina no son turbinas, aviones o computadoras: son bienes y alimentos de la canasta familiar. El sistema se nutre con el sacrificio y el empobrecimiento de los más pobres. Aun así, el modelo produciría menos rechazo si fuera transitorio. Si durante este período de dólar superalto nuestro país incrementara fuertemente su calidad institucional y la seguridad jurídica, el crecimiento económico sería un imán que atraería inversiones productivas.
A su vez, el superávit fiscal debería invertirse en las grandes obras que necesitamos para dar un salto cualitativo en la productividad. El sacrificio no sería en vano, porque la mayor inversión provocaría un crecimiento permanente de la demanda de trabajo que elevaría los ingresos de toda la sociedad. Crecerían la inversión y la demanda de trabajo, los ingresos de los particulares y el bienestar general.
Pero lamentablemente ésta no es la realidad de la Argentina. Si seguimos por el camino actual, lo que sucederá es que el duro sacrificio de los más pobres se convertirá en pobreza permanente. Pese al importante crecimiento económico, las tasas de inversión están muy lejos de las de países con crecimiento muy inferior, como Chile y Brasil. Es notoria la tendencia a atesorar en inmuebles o en ahorros en el exterior, que son totalmente improductivos para la sociedad y que caracterizan la búsqueda de seguridad antes que el aumento de producción. Es poco lo que se invierte y la capacidad instalada no crece en casi ningún renglón de la economía. Más allá de los elogios que la clase dirigente tributa a quien le hace ganar dinero, debemos entender que el neodirigismo aterra al capital y que el capital jamás se reinvierte por orden de nadie. Un Estado que se mete en todo, que tiene la suma del poder y que cree tener siempre la verdad, es el enemigo más poderoso del capitalismo. El sector privado, que sabe que su capital está hipotecado en manos de un Estado dirigista, jamás pondrá un solo peso más a merced del poder. ¿Existe alguien tan ingenuo para suponer que el plan BONEX, el «corralito» y todas las demás confiscaciones han sido olvidadas? Los países crecen cuando la sociedad está convencida de que va a conservar y multiplicar la propiedad y sobre la base de esa convicción, los privados reinvierten su capital. ¿En un marco de repudio de la deuda pública, inseguridad personal y de los bienes, precios máximos, prohibiciones de exportación, leyes impositivas arbitrarias, legislación laboral destructiva, usurpaciones toleradas y bandas de piqueteros es posible creer en la inversión productiva? Por el rumbo que vamos no habrá inversión ni crecimiento genuino. Tarde o temprano, la inflación que provoca el dólar superalto devorará la ventaja competitiva y nuestra Argentina ingresará definitivamente en el club de la pobreza estructural. De ese club no se sale fácil.
Este gobierno ha expresado su vocación transformadora y su convicción capitalista. No diferimos en los fines, sino en los instrumentos.
La verdadera transformación consiste en cambiar la historia, en abandonar el dirigismo, la «convertibilidad mental, «en la que todo lo manda el Estado, en confiar en la sociedad libre con toda su riqueza, en rescatar esa república capitalista llena de presente y de futuro que alguna vez fuimos. En volver a la tradición de Occidente. No es tan difícil desandar el camino.
El autor es abogado, especialista en temas de Obra Pública e Infraestructura, miembro del Comité Ejecutivo de la Fundación Atlas1853. Publicó numerosos trabajos en revistas especializadas sobre infraestructura; así como artículos periodísticos sobre temas económicos de actualidad.