Por Rómulo López Sabando
El Expreso de Guayaquil
La elección para Presidente de Ecuador (2007-2011), genera reflexiones históricas. Los “favoritos” de las “encuestas pre-electorales de intención de voto” nunca ganaron. En 1978, los favoritos eran Raúl Clemente Huerta y Sixto Durán Ballén. Pero el Tribunal Supremo (conocido como “la Mano Negra”), determinó ganador a Jaime Roldós quien, por un año, recorrió el país como triunfador sin conocerse contra quién competiría. Al final, ganó a Sixto, el débil de los punteros. En ese año asesinaron a Abdón Calderón.
En 1984, el favorito Rodrigo Borja perdió con Febres Cordero. En 1988 el favorito Sixto perdió con Borja. En 1992 el favorito Jaime Nebot perdió con Sixto. En 1996 el favorito Nebot perdió con Abdalá. En 1998 el favorito Álvaro Noboa perdió con Yamil Mahuad. En el 2002 León Roldós era el favorito, pero Lucio Gutiérrez y Álvaro disputaron la segunda vuelta. Ganó Lucio. Ahora, el favorito Rafael Correa pierde con Álvaro Noboa.
Las encuestas son cálculos de “probabilidades”, matemáticos, econométricos, cuyo principal referente son las estadísticas. Jamás acertaron, ni pueden precisar el comportamiento auténtico de la “acción humana”, impredecible y subjetiva, por naturaleza. Retratan preferencias en un momento dado.
Benjamín Disraeli (1804-1881) o Mark Twain (1835-1910) nos legaron este pensamiento: “Hay tres clases de mentiras: las verdaderas, las falsas y las estadísticas”. Y alguien agregaría otra... “las encuestas”.
El historiador Andrew Lang decía que “las estadísticas deben usarse igual como un borracho utiliza un poste de luz: para apoyarse y no para iluminarse”.
Algunas encuestadoras y ciertos medios de comunicación desinforman. Sus visiones, intereses particulares y poder mediático, adivinan resultados. Los imponen. No transmiten “noticias”. Inducen, juzgan, sancionan y hasta vaticinan ganadores. A Gilmar lo minimizaron y nunca lo invitaron a debates. Pero el pueblo votó contrariándolos. Son empresas comerciales, con lícitos propósitos que, además de lucrar (como cualquier negocio honesto), venden ilusiones.
En la encuesta presidencial (1936), entre Hoover y Roosevelt, Gallup ofreció devolver el dinero cobrado si su predicción no resultase cierta.
Las “encuestas preelectorales de intención de voto” y sus proyecciones especulativas generan falsas expectativas. Su universo es limitado. Los arbitrios de sus “técnicos, matemáticos y expertos estadísticos” las alejan de la realidad. Sus “juicios de valor” son subjetivos, personales y, generalmente, tendenciosos.
Es decir, imponen sus tendencias particulares. Son diferentes al “Exit poll”, encuesta a salida de urnas, que es fidedigna. Las estadísticas reducen incertidumbres, si. Pero, nunca brindarán certeza absoluta. No existe. Las estadísticas y las encuestas nos dan una mano, pero jamás la respuesta correcta. Se eligen muestras y se evalúan como si fueran representativas del total. Son aleatorias. Momentáneas.
Diminutas. Prematuras. Obsoletas. Son como los “naipes del destino”, el tarot o la “lectura de cartas”.
La “carga emocional”, de afectos o desafectos, de sus directivos, técnicos y encuestadores, influye en lineamientos, métodos y preguntas y, en consecuencia, en los resultados. No existe humano tan neutro que presuma de absolutamente “imparcial” u objetivo. Más aún, siempre hay preferencias, visiones, sentimientos o intereses que inducen a sentir o a pensar en uno u otro sentido. En este entorno, y contrariando a las encuestas, resultan perdedores PSC, ID, PRE, PS, MPD, CFP, PK y ciertos dirigentes que, por no renovar a sus colaboradores y estar, ellos mismos, sobreexpuestos, generan hastío electoral.
Cuatro nuevos líderes como Álvaro, Correa, Gilmar y Lucio desplazan a los tradicionales. Asombra el volumen de votos en blanco y nulos que derrotan a once candidatos. El 30% de ausentismo derrota, incluso, a los finalistas. Por esto, la gran reforma política no radica en la Constitución sino en dos perversas Leyes. La de “Partidos”, sustento de la partidocracia y la de “Elecciones” que nos robó nuestro “derecho a elegir” al imponernos la “obligación de votar”.
Como en las encuestas es imposible preguntar a millones de votantes, se elabora una pregunta, que induce una respuesta. Pero, otras lo hacen a la inversa. Tienen su respuesta y luego acomodan la pregunta. He aquí razones de sus desaciertos e incertidumbre.
¿Quién se equivoca? ¿El pueblo, cuya “acción humana” es impredecible o el adivino con la bola de cristal encuestadora?