Por Carlos Alberto Montaner
Libertad Digital
Casi al comienzo de La tragedia de la drogadicción. Una propuesta, Alberto Benegas Lynch pone sus cartas sobre la mesa: "La tesis de este libro es directa y sencilla, no criminalizar lo que no es un crimen. No confundir lo que es un vicio o algo que una persona se autoinflige con un crimen, que implica lesionar derechos de otros".
No confundir –prosigue Benegas Lynch– la misión gubernamental de garantizar y reconocer los derechos de cada uno con una actitud absolutamente improcedente en la que el aparato de la fuerza se inmiscuye en las vidas privadas, como si se tratara de institutrices desviadas o más bien carceleros fuera de lugar que persiguen a gente libre, ya que los adultos implicados no contrataron voluntariamente a nadie para que los purifique de sus pecados, contradiciendo incluso los postulados más elementales de cualquiera de las grandes religiones y de toda sociedad civilizada en cuanto a que cada uno decide qué hace con su vida mientras no lesione iguales derechos de otros.
Alberto Benegas Lynch, uno de los pensadores liberales más importantes de América Latina, ha colocado su dedo sin miedo en la más dolorosa de las llagas. Tal vez no hay otro conflicto más importante, peligroso y universal en nuestra época: esa inmensa tragedia sufrida por decenas de millones de personas dispersas en todas las naciones del globo, adictas a ciertas sustancias sumamente dañinas cuyo consumo ha sido prohibido a sangre y fuego por la sociedad, en medio de una cruzada planetaria dirigida por Estados Unidos.
Benegas Lynch, claro, no se hace ilusiones. Las nefastas consecuencias de la adicción a las drogas se conocen de sobra: legiones de seres afectados por la acción tóxica de los psicotrópicos sobre el cerebro y el sistema nervioso. Y en los casos severos, cuando durante cierto tiempo prolongado intervienen las drogas más duras -cocaína, anfetamina, heroína-, el hábito incontrolable puede llegar a producir la muerte, además de que en el largo y doloroso trayecto arrasa con la estabilidad emocional del consumidor, atormentándolo cruelmente, mientras hace añicos la convivencia familiar y su desempeño profesional.
Pero Benegas Lynch, que no se engaña sobre la naturaleza de esta desgracia y el drama humano que encierra, no permite que este triste espectáculo oscurezca el otro ángulo del problema: las consecuencias de la criminalización y prohibición del consumo de drogas son aún más devastadoras. Miles de muertes violentas en todos los rincones del mundo; literalmente, millones de personas encarceladas; mafias implacables y asesinas que encuentran en la ilegalidad el marco ideal para atesorar cantidades fabulosas de dinero; naciones dislocadas por la existencia y acoso de ejércitos privados, unas veces formados por guerrillas comunistas narcoterroristas y otras por narcomercenarios antiguerrilleros; gobiernos corrompidos y podridos hasta los huesos; graves fricciones internacionales que derivan en enfrentamientos armados; y una enorme cantidad de dinero inútilmente dedicado a una misión imposible: el número de adictos parece crecer tercamente, año tras año, así como el tipo de droga que éstos consumen.
Pocas personas están tan bien equipadas como Benegas Lynch para abordar este descomunal problema. Aunque se trata, fundamentalmente, de un notable economista con una larga y brillante trayectoria en el mundo académico, es un pensador liberal, lo que necesariamente enriquece su análisis de los conflictos con reflexiones procedentes de distintas vertientes: la moral, la filosófica, la jurídica, la histórica y, naturalmente, la económica, múltiple visión imprescindible porque este asunto trasciende todas las fronteras. No obstante, la argumentación más vigorosa que Benegas Lynch elige para defender sus puntos de vista se afinca en el juicio moral y en la defensa del ejercicio de la libertad individual: por muy destructora o perjudicial que sea una sustancia, el Estado no tiene derecho a imponer su prohibición a los adultos que libremente deseen utilizarla.
¿Libremente? Ahí se complica la agónica disquisición. ¿Son verdaderamente libres los adictos, o son esclavos de unas violentas reacciones fisiológicas que los obligan a buscar una y otra vez la droga a la que se han habituado, para evitar los latigazos que les propina el implacable síndrome de abstinencia? Por otra parte: ¿debe el Estado imponer la moderación y la responsabilidad a los individuos, o el derecho a escoger libremente también incluye los riesgos de que asumamos un comportamiento irresponsable y suicida? ¿Quién le asignó al Estado la tarea de salvarnos de nosotros mismos? ¿Quién le encomendó la labor de volvernos prudentes y juiciosos? ¿Qué derecho tiene el Estado a definir lo que les conviene o perjudica a los adultos?
Todas estas preguntas nos llevan de la mano a las inevitables comparaciones: fumar o tomar alcohol puede perjudicar severamente la salud, como aseguran ya todas las etiquetas, pero el Estado no sólo lo permite, sino que ha convertido esos hábitos de consumo (odio la palabra vicio por sus connotaciones religiosas) en unas jugosas fuentes de recaudación fiscal. Simultáneamente, prohibir el consumo de drogas, ¿no será contraproducente, además de moralmente injustificable?
Ya sabemos que las transgresiones a las reglas suelen ser un factor psicológico de estímulo, especialmente entre los más jóvenes. "La única forma de vencer las tentaciones es caer en ellas", decía melancólicamente Oscar Wilde, que tantas veces sucumbió a ellas, y consumir drogas prohibidas parece ser una indudable tentación para muchas personas.
El ejemplo de la famosa Ley Seca norteamericana debería servir de lección para enseñarnos todo lo que no se debe hacer. En 1919 el Gobierno federal de Estados Unidos aprobó la Enmienda XVIII a la Constitución. Por medio de ella se prohibía la fabricación, tráfico y venta de bebidas alcohólicas. ¿Por qué lo hizo? Esencialmente, por la presión electoral de una sociedad dominada por los grupos fundamentalistas cristianos, y muy concretamente por la Woman's Christian Temperance Union, una vieja y multitudinaria institución controlada por ciertas feministas convencidas de que el fin del alcohol se trasformaría en paz hogareña, prosperidad y armonía social.
El resultado, claro, fueron Al Capone y otros fenómenos conexos. Surgieron mafias asesinas y millonarias que contaminaron a políticos y agentes del orden, centenares de miles de norteamericanos se convirtieron en delincuentes por destilar alcohol clandestinamente, y los "alegres 20" trascurrieron en medio de un total divorcio entre las costumbres de la sociedad y la absurda ley que habían impuesto los políticos. Finalmente, en 1933, Franklin Delano Roosevelt, ante el evidente fracaso de la legislación prohibicionista, hizo aprobar la enmienda constitucional número XXI, que derogaba la XVIII. Al final del experimento había crecido el número de adictos al alcohol, mientras decenas de pandillas de delincuentes se habían fortalecido visiblemente, hasta convertirse en prácticamente invencibles.
A principios del siglo XXI volvemos a enfrentar un fenómeno parecido, pero en circunstancias infinitamente peores y a una escala mucho mayor. De acuerdo con unas declaraciones de Karen P. Tandy, administradora de la Agencia Antidrogas de Estados Unidos, publicadas en numerosos periódicos a mediados de mayo de 2006, las ganancias obtenidas por las mafias ya ascienden anualmente a la increíble suma de 322.000 millones de dólares: una cantidad mayor que el PIB combinado del 88% de todos los países del orbe.
Por eso, entre otras razones, la lectura de este libro resulta tan oportuna como apasionante. En el tema que Benegas Lynch analiza nos jugamos muchas cosas. Quién sabe si la vida misma.
La tragedia de la drogadicción. Una propuesta acaba de ser publicado en Argentina por la editorial Lumière.