Por Pedro Garcia Otero
El Universal
No sé si será ingenuidad, pero es de temerse que, como ya hizo con Bolívar, Miranda, la Tercera Vía y todo lo que ha tocado, el comandante convierta al socialismo en un cascarón sin contenido. Instrumentalizar los héroes, las batallas, las ideologías, tiene un fin único: Gobernar indefinidamente, hasta el 2031, porque, sospecha, con 78 años en esa fecha, ya estará cansado y podrá hacer realidad su acariciada fantasía de irse a un chinchorro en el Cajón del Arauca.
Tengo un amigo, Fausto Masó (parece la canción de aquel "Juan Corazón" de los 80), quien, entre otros, señala que Chávez es "Zelig", aquel personaje de Woody Allen que es revolucionario en la mañana, proempresarial en la tarde y ni-ni en la noche. Todo lo que le sirva es válido, siempre y cuando no le reste apoyo, confunda a todo el mundo y lo haga más poderoso. Fausto también dice que el Presidente puede equivocarse, pero nunca hace nada que no esté calculado. Así pasó con el famoso, o tristemente célebre, discurso de la ONU: Si el objetivo era que Venezuela ingresara al Consejo de Seguridad, el objetivo lo frustró en minutos. Si, en cambio, era difundir su imagen internacionalmente, fue un rotundo éxito. Ustedes, lectores, hagan las apuestas. Pero les advierto que Chávez solo cree en Chávez y su objetivo mayor es individual, no colectivo.
Por supuesto, todas las políticas estatales tienen un costo. Y mientras el mandatario predica un objetivo socialista que está difuso, porque permitiría, teóricamente, tener celular y carro (logros que el Gobierno asume como suyos, que se estén vendiendo más que nunca), quienes son las potenciales víctimas de un sistema que merme las libertades económicas se privan de invertir un solo bolívar. No los grandes inversionistas, los que colocan su dinero en minería, porque esos contemporizan, se fijan metas de largo plazo y, en resumidas cuentas, se las saben todas. Hablamos del pequeño inversor, ese al que le gustaría pedir un crédito para montar un negocio o una fabriquita, o comprar un local. Ese es el que, en todas partes, es el que sostiene la economía de los países y genera 90% de los empleos.
De esas víctimas se derivan otras: los que, por ese miedo, se quedan sin empleo. Algunos pasan a formar parte de la economía informal. No tienen seguridad social, ni garantía de que van a comer mañana; otros, sencillamente, se van al desempleo. De allí a robar, por necesidad o por gusto, hay un solo paso.
Esos son los grandes perdedores del fantasma del socialismo, los que pagan la cuenta. Podría discutirse si al Gobierno le conviene, porque muchos dirían que sí, que el asistencialismo crea una sociedad débil, de limosneros, y que estamos a punto de convertirnos en un país de mendigos. Otros dirían que en algún momento la piñata petrolera no podrá pagar la factura de semejante estado de cosas, y se le revertirán al Estado, en forma de protestas y violencia, que ya, aún con el crudo a $60, estamos padeciendo.
Socialismo hemos tenido, largo y tendido, en este país. Socialista, sin ir más lejos, fue el primer gobierno de Pérez, el que sentó las bases del desastre. Las políticas de Hugo Chávez, duélale a quien le duela, son parecidísimas a las que, en su momento, aplicó Jaime Lusinchi, salvando solo la distancia discursiva. Y no hemos aprendido de nuestros errores; según parece, tampoco lo vamos a hacer en lo inmediato. Por lo tanto, el socialismo, sea del siglo XIX, XX o XXI, va a seguir cobrando su tarifa en pobreza, sangre y atraso.