Por Alejandro Sala
Economía Para Todos
A pesar de representar aquellas políticas que podrían conducir a nuestro país hacia el progreso y el desarrollo, el liberalismo continúa siendo comprendido e impulsado por una minoría de la sociedad argentina.
El liberalismo nunca ha tenido consenso popular en la Argentina. Buena parte de los problemas de nuestro país se explican por ese motivo. El razonamiento es simple: si la aplicación de aquellas políticas que conducen al progreso del país y el bienestar del pueblo son rechazadas por la abrumadora mayoría de la población, es lógico que vivamos inmersos en el fracaso, la frustración y la decadencia. Esto no es culpa del Fondo Monetario Internacional (FMI), los militares del Proceso, Tabaré Vázquez –el nuevo enemigo público número uno– o Carlos Menem (por mencionar sólo a algunos de los sindicados como culpables de nuestros males). La raíz del mal está en las decisiones que los argentinos, colectivamente, elegimos tomar. En veintitrés años de democracia, hemos elegido a Raúl Alfonsín, dos veces a Menem, a Fernando De la Rúa y a Néstor Kirchner. No nos quejemos entonces...
¿Hay alguna posibilidad de que el liberalismo sea revalorizado por la sociedad argentina? Por el momento, eso parece difícil. No están dadas las condiciones para que eso ocurra. La condición esencial que tiene que darse para que el liberalismo obtenga consenso popular es que la sociedad se torne más racional, que se dejen de lado los prejuicios y que se consideren básicamente los hechos y no las fantasías. Hay un ejemplo bastante reciente que ilustra bien esta idea.
A comienzos de 2001, el entonces presidente Fernando De la Rúa designó como ministro de Economía a Ricardo López Murphy en reemplazo de José Luis Machinea. López Murphy intentó llevar adelante un plan económico duro, exigente, que demandaba un esfuerzo importante por parte del conjunto de la sociedad, aunque si se hubiese aplicado, seguramente hubiera producido resultados positivos. Sin embargo, ese plan de López Murphy y la propia figura personal del ministro suscitaron un grado tal de rechazo popular que De la Rúa se vio obligado a relevar a López Murphy y designar en su lugar al mucho más aceptado popularmente Domingo Cavallo, quien no tuvo mejor idea que tratar de apagar el incendio con nafta y llevó al país “de cabeza” al corralito, la devaluación, los muertos en la Plaza de Mayo y a De la Rúa al helicóptero.
¿Qué enseñanza cabría esperar que la sociedad extraiga de estos episodios? Bueno, lo lógico sería pensar que el pueblo argentino comprendió que López Murphy tenía razón y que, a pesar de la dureza de su programa, hubiese sido mejor seguir aquel camino que el que se siguió después. Si esa fuera la conclusión extraída de aquellas experiencias, hasta cabría decir que “no hay mal que por bien no venga”. Pasamos todo lo que pasamos pero, al menos, aprendimos cuál es el camino, entendimos que en economía no se puede hacer cualquier cosa sino que se debe hacer lo que corresponde o, de lo contrario, hay que atenerse a las consecuencias, que siempre son peores que el costo de tener prudencia para administrar los asuntos del Estado.
¡Pero, no! ¡Aún hoy López Murphy sigue siendo demonizado como el ministro que quiso hacer un ajuste en contra de los intereses populares! Esto es apabullante. Porque estar equivocado forma parte de las posibilidades, pero negarse a corregir la equivocación habiendo tantas evidencias de ella resulta infinitamente peor.
Ahora bien, la incapacidad de las grandes masas populares para entender y aceptar las ventajas que el liberalismo depara es un dato concreto de la realidad argentina y aquellos que estamos enrolados y tenemos una actitud militante en favor del liberalismo lo debemos entender, admitir y adecuarnos a ese dato, no para resignarnos sino para adecuar nuestra conducta a esa realidad. De lo contrario, estaríamos incurriendo en un error simétrico al de quienes reniegan irracionalmente el liberalismo.
En un artículo publicado hace más de veinte años, Manuel Mora y Araujo escribió que “en un sistema político representativo, lo que los ciudadanos piensan es un dato esencial, no un accesorio; y las convicciones de los políticos pueden llegar a ser accesorias y no esenciales”. El problema de los liberales argentinos es que estamos tan convencidos de la validez de nuestras ideas –y lo bien que hacemos en estarlo, porque está fuera de discusión que las ideas liberales son acertadas– que nos olvidamos o desdeñamos el hecho de que la abrumadora mayoría de la población está en desacuerdo con el liberalismo. Los liberales tendemos a creer que, por el solo hecho de tener razón, estamos destinados a recibir la adhesión popular y, si eso no sucede, es porque hay algún tipo de “fantasma” que extravía al pueblo y le impide percibir cuál es el camino correcto. Todavía hay muchos liberales en la Argentina que piensan que una crisis grave tendría efectos positivos porque de ella el pueblo extraería como conclusión la conveniencia de aplicar el liberalismo. ¡Como si no hubiéramos pasado innumerables crisis y el liberalismo nunca fue valorizado por el pueblo argentino!
Por el contrario, la posibilidad de que el liberalismo obtenga consenso popular está relacionada con que el país se tranquilice, se serene y se estabilice. En ese marco, habrá espacio para un debate amplio, racional y profundo, donde la superioridad conceptual del liberalismo tendrá la ocasión de ponerse en evidencia.
Conviene recalcar esto: nada es más beneficioso para el crecimiento del liberalismo que el debate sereno, profundo y racional. En el marco del caos, la desesperación y la angustia, el liberalismo no crece, el pueblo le rehuye y se aferra a los salvadores mesiánicos. ¿Se generarán en el futuro previsible condiciones favorables para que se abra un debate que deje espacio para el desarrollo del liberalismo? Por el momento, es imposible predecirlo. Pero estemos atentos...
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