Por Gina Montaner
El Nuevo Herald
Primero pensé que se trataba de una víctima de Chernobyl. Completamente calvo, con la mirada extraviada y postrado en la unidad de cuidados intensivos de un hospital en Londres. En cierta medida no me equivoqué, pues Alexander Litvinenko ha sido víctima de algún tipo de envenenamiento que podría ser radiactivo. Ahora Scotland Yard intenta resolver el misterio, pero ya es muy tarde para el difunto ex coronel de la KGB, que ha dejado una carta en la que acusa a Putin de ser el responsable de su muerte.
Puede que John Le Carré ya no se ocupe en sus formidables novelas de la guerra fría y los siniestros métodos que durante décadas el aparato comunista puso en práctica contra sus enemigos y los disidentes. Atrás quedaron las aventuras del entrañable George Smiley y las desventuras de Alec Leamus, el espía que vino del frío y encontró la muerte al borde del vergonzante muro de Berlín. Sin embargo, el hecho de que a Le Carré ahora le interesen más las multinacionales farmacéuticas, no significa que el mundo de los servicios secretos haya dejado de ser peligroso. Es más, todo parece indicar que en la antigua Unión Soviética la moda que comenzara con el envenenamiento de Rasputín no ha hecho más que perfeccionarse.
El pasado 1ro de noviembre Litvinenko, quien había desertado en el 2000 y vivía exiliado en Londres, se reunió con un profesor italiano para intercambiar información sobre la muerte reciente de la periodista Anna Politkovskaya en Moscú. Había sido una de las voces más críticas en torno a la represión del gobierno de Putin contra los chechenos. Para muchos, su desaparición fue un ajuste de cuentas ejecutado por la mano larga y tenebrosa de los servicios secretos rusos.
El propio Litvinenko había publicado un libro en el que denunciaba los asesinatos indiscriminados que se habían perpetrado contra los separatistas chechenos. Operaciones que, de acuerdo a su testimonio, habían sido encomendadas por Putin, otro veterano de la policía secreta. Es evidente que los años de exilio en la amable Londres relajaron las costumbres de un hombre que conocía al dedillo las malas mañas de este organismo especializado en torturas y gulags que Stalin cultivó con minuciosa perversión. Lo cierto es que Litvinenko se atrevió a conspirar frente a un plato de sushi perfumado con el aroma mortífero de un sofisticado veneno. Unos días después yacía en la cama de un ambulatorio. La mirada perdida y el cráneo despejado. Como un damnificado de Chernobyl.
Le Carré abandonó el género puro y duro que enmarcaba el gran conflicto de la guerra fría. Optó por pensar que eso ya pertenece al pasado y los libros de historia. Pero en 1998, el disidente búlgaro Georgi Markov sintió un agudo dolor en la pierna cuando un desconocido lo pinchó con la punta de un paraguas mientras cruzaba el puente Waterloo en Londres. Aunque nunca se encontró al asesino, siempre se ha dicho que aquello fue una operación de los servicios secretos búlgaros. El arma letal consistió en una dosis de ricino. Toda Europa del este había aprendido de los experimentos que se cocían en los laboratorios secretos de la KGB. Ensayos de horror y misterio que se ponían en práctica con los disidentes. Recientemente, el actual presidente de Ucrania, Víctor Yuschenko, vio cómo su atractivo rostro se desfiguraba después de que sus adversarios políticos lo envenenaran.
Alexander Litvinenko no supo distinguir el sabor de la pócima en el pescado crudo y las pinceladas de wasabe. Desentrenado en su papel de coronel de la inteligencia soviética. Desmemoriado de su pasado. El agente británico Leamus se topó con su destino en Alemania del este. Litvinenko se lo tropezó en un restaurante de Londres. Había niebla y un hombre con gabardina salió sigiloso del establecimiento y se perdió al doblar de la esquina. Como en las mejores novelas de Le Carré. Cuando todavía creía en la guerra fría.