Por Carlos Alberto Montaner
El Nuevo Herald
Madrid -- A principios de los años noventa, la profesora mexicana Carolina Bolívar, muy discretamente, fue a dar varias conferencias sobre temas económicos a la Universidad de La Habana. Su propósito no era discutir complejos asuntos técnicos, sino explicarles a los académicos cubanos las razones por las que ciertas sociedades progresaban mientras otras se estancaban o retrocedían. Tampoco se trataba de antagonizar a sus interlocutores refutando los dogmas marxistas en medio de un airado debate ideológico. Carolina, simplemente, llevaba en su equipaje un demoledor instrumento de persuasión: la serie de televisión Libertad para elegir, escrita y narrada por Milton Friedman una década antes. Como era predecible, los docentes cubanos salieron de la exhibición como si les hubieran propinado un choque eléctrico. No sólo comprendieron las causas que explicaban el enriquecimiento de Hong Kong y los otros dragones de Asia: súbitamente entendieron por qué el colectivismo y la economía planificada los había llevado a ellos y a sus familias a experimentar una miseria de alcantarilla.
La anécdota viene a cuento por la muerte reciente de Milton Friedman, premio Nobel de Economía en 1976, y por la pregunta que se hicieron millones de lectores ante la avalancha de información provocada por su deceso: ¿por qué fue tan importante este economista brillante, diminuto y polémico? Precisamente, por explicar con una tremenda eficacia las consecuencias económicas y morales de la libertad. Cuando una persona puede tomar decisiones sin la coacción del Estado, tanto en su condición de productor como de consumidor, el resultado final de esa elección, trenzada a la suma casi infinita de otras elecciones libremente efectuadas por otros millones de personas, genera unos asombrosos niveles de prosperidad y progreso. Por la otra punta del fenómeno, cuando una sociedad concentra la facultad de elegir en un grupo de expertos, en comisarios políticos o religiosos guiados por prejuicios morales, o en nobles funcionarios del gobierno facultados para decidir cuál es el bien común, las consecuencias materiales y espirituales de ese restringido modelo de organización social son la pobreza, el desabastecimiento y la creciente apatía de la ciudadanía.
La obra de Friedman, además, contribuyó decisivamente a fomentar lo que hoy se conoce como la soberanía del consumidor. Cuando una persona utiliza libremente su dinero y adquiere una camisa, un perfume o hace una donación a la Cruz Roja, está ejerciendo un derecho. Cuando una persona decide contemplar la película zeta, equis, o tres equis, si ésa es su preferencia, de alguna manera está ampliando los márgenes de la libertad y la democracia.
Más aún: tal vez la forma más libre de votar es, precisamente, con el dinero, porque la democracia representativa, al fin y al cabo, es una suerte de limitación voluntaria de la facultad de elegir. Consiste en escoger a algunas personas para que tomen las decisiones en nuestro nombre. El mercado, sin embargo, cuando cambiamos dinero por bienes o servicios, es lo más parecido a la democracia directa: uno toma personalmente las decisiones que le atañen. No hay intermediarios.
¿Quiénes odiaban a Milton Friedman? Por supuesto, los enemigos de la libertad. Los ingenieros sociales. Esos colectivistas, amantes de la humanidad, pero adversarios de los individuos, que intentan quemar un McDonalds porque ellos han decidido que la persona que quiere comerse una hamburguesa es un pobre imbécil al que hay que impedirle por la fuerza que elija libremente cómo saciar su apetito.
Esos tipos arrogantes, llenos de certezas, convencidos de que ellos y sólo ellos saben los libros que los adultos deben leer, la música que deben escuchar, los espectáculos que deben contemplar o el tipo de sustancia que deben o no fumar, inhalar o deglutir. Y lo asombroso es que esos gendarmes del espíritu humano suponían que Friedman era un conservador de derecha, cuando eran ellos los verdaderos representantes de la caverna ideológica más rancia e intolerante. Friedman era el verdadero revolucionario.