Por James C. McKinley Jr.
The New York Times News Service - Diario Las Americas
TAPACHULA, México.- Cuatro hombres salvadoreños andaban cansinamente junto a las vías del tren bajo el intenso sol, al tiempo que sus pasos los llevaban de manera constante hacia un sueño brumoso, aunque seductor. Ellos habían estado en México solamente durante unas cuantas horas y agentes de la policía federal ya los habían obligado a desvestirse y se habían llevado casi todo su dinero, relataron. Aún les faltaban aproximadamente 2,400 kilómetros para llegar a la frontera de Estados Unidos, sin alimento o agua; cada uno llevaba nueve dólares en el bolsillo.
Se proponían caminar paralelamente a la costa de Chiapas a lo largo de los primeros 400 kilómetros, cruzando una docena de poblados en los que los inmigrantes regularmente son asaltados o violados. Después, planeaban treparse a un tren de carga con cientos de otros inmigrantes para efectuar el viaje al norte, en una peligrosa travesía que ha dejado mutilados a cientos de personas antes que ellos, después de caer bajo el tren.
“Sí, es peligroso, se arriesga la vida propia”, dijo uno de los hombres, Noé Hernández. “Corres el riesgo si tienes a un pariente en Estados Unidos que te va a ayudar. No cruzamos a través de México sólo por diversión”.
Hace un mes, el nuevo Presidente de México, Felipe Calderón, anunció medidas enfocadas a desacelerar el flujo de inmigrantes indocumentados que atraviesa por la frontera sur de México, así como a reducir la delincuencia en esta región que, si bien es abundante, es pobre. El Presidente mexicano incrementó la presencia de soldados y oficiales de la Policía Federal Preventiva aquí, dio a conocer planes para un programa de trabajadores invitados y prometió operaciones conjuntas entre las ramas estatal y federal para la captura de inmigrantes indocumentados.
Sin embargo, aún falta mucho por hacer para detener o disuadir a los emigrantes, y por ahora dichas medidas han tenido muy poco efecto. Trabajadores sociales y voluntarios que ayudan a los inmigrantes centroamericanos destacan que ellos siguen llegando.
Cada tres días, de 300 a 500 centroamericanos saturan el tren de carga en Arriaga, colgándose con sogas, cuerdas o cinturones a los techos de vagones o viajando entre ellos, dicen.
Los inmigrantes aún vadean el río Suchiate, entre Guatemala y México, con escasos obstáculos. La corrupción es rampante. Los soldados y la policía del lado mexicano extorsionan a los inmigrantes pero muy rara vez los obligan a regresar, destacaron trabajadores humanitarios y emigrantes.
“Es una frontera abierta”, dijo Francisco Aceves Verdugo, uno de los supervisores de la dependencia gubernamental Grupos Beta, la cual distribuye comida, agua y medicamentos entre inmigrantes indocumentados. “Estamos enfrentando un monstruo tan grande, en la forma de corrupción, que no estamos haciendo nada”.
Las autoridades federales de México sí capturan y deportan a inmigrantes indocumentados provenientes de Centroamérica y con rumbo al norte: aproximadamente 170,000 el año pasado, según dijo Leticia Rodríguez, una de las portavoces del Instituto Nacional de Migración.
Por la noche del 19 de enero, como parte de la nueva política de aplicación de severas medidas, aproximadamente 400 agentes de la policía federal detuvieron el tren de carga justo después de su partida desde Arriaga, deteniendo a más de 100 inmigrantes que habían trepado abordo.
De cualquier forma, trabajadores humanitarios afirman que la mayoría logra cruzar. El mayor disuasivo, a decir de emigrantes, no radica en las autoridades federales, sino en los maleantes armados que los emboscan a lo largo de las vías del tren o en senderos del campo usados para evitar puestos de inmigración a lo largo de la carretera principal.
En este mes, Misael Mejía, de 27 años de edad, proveniente de Comayagua, en Honduras, estaba esperando el tren en Arriaga con otros nueve hombres jóvenes de su pueblo. Habían caminado durante 11 días después de cruzar el Suchiate para llegar a la terminal de Arriaga.
Ninguno llevaba consigo un solo centavo después de haber sido emboscados una semana antes por tres hombres con pasamontañas, a plena luz del día, en Huehuetán. Dos de los hombres llevaban machetes, en tanto el tercero portaba una ametralladora.
“Nos dijeron que nos tendiéramos en el suelo y nos quitáramos la ropa”, relató Mejía. “Yo perdí mi reloj, aproximadamente 500 lempiras hondureñas y 40 pesos mexicanos”, o aproximadamente 31 dólares.
Mejía aseguró que seguiría su marcha. Tiene un hermano en Arizona que ya le prometió recogerlo si él logra pasar a través de los agentes de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos. Dejó tras de sí un empleo de chofer que le pagaba un salario de 200 dólares mensuales, así como a su esposa. Su hermano gana 700 dólares al mes trabajando como carpintero.
“Me sentía desesperanzado en Honduras”, dijo. “Debido a que nunca podría haberme dado el lujo de comprar una casa, ni siquiera un automóvil. Yo no podía comprar nada”.
Más adelante por la misma calle donde están las vías del tren, en el refugio Corazón de la Piedad, donde inmigrantes indocumentados pueden recibir una comida gratuita y medicina, Juan Antonio Cruz, de 16 años de edad, estaba encorvado sobre un tazón de arroz y relataba cómo había salido de El Salvador luego que integrantes de la pandilla de la Mara Salvatrucha lo hubiera amenazado de muerte. “Querían que me les uniera”, dijo.
Era su segundo intento de llegar hasta Arizona, dijo. La primera vez había soportado ocho gélidas noches y días sumamente calurosos a bordo del tren, atándose con su cinturón a una barra localizada encima de un vagón cisterna. La Patrulla Fronteriza de Estados Unidos lo capturó mientras cruzaba a Nogales, Arizona, y lo deportó a su tierra natal, en Usultán, donde los pandilleros volvieron a amenazarlo.
“Cuando pienso en el tren, siento temor, pánico, por los ladrones que te atacan, y también de caer de él”, dijo, en voz baja.
Para algunos, es así como termina el sueño, con una caída debajo de las pesadas y chirriantes ruedas del tren.
En el refugio de Jesús el Buen Pastor de esta localidad, Donar Antonio Ramírez Espinas frotaba los muñones vendados de sus piernas, cercenadas por arriba de las rodillas, mientras recordaba la noche del 26 de marzo de 2004, cuando cabeceó por el sueño mientras viajaba entre vagones, perdiendo su asidero y cayendo sobre las vías.
“Caí de boca, y al principio creí que no me había pasado nada”, dijo. “Cuando me di la vuelta, vi, me di cuenta, de que mis pies ya no existían”.
De vuelta en Honduras, él había estado trabajando en empleos serviles, en un estacionamiento y en una bodega médica, percibiendo más o menos el equivalente de 120 dólares al mes. Después, él y otros cuantos amigos decidieron probar suerte en Estados Unidos.
“Tomas la decisión de ir en busca de una vida mejor, no seguir con la vida que tuvo tu padre, y es por esa razón que arriesgas tu vida, sin saber que podrías terminar así”, dijo. “Como amputado”.
Tras el accidente, pasó dos días en el refugio de Tapachula, luchando con la depresión y pensamientos suicidas. Cuando esos sombríos días finalmente pasaron, regresó a casa por cinco meses, sólo para descubrir que sus padres, su ex esposa e incluso sus tres hijos tenían dificultades para aceptar su discapacidad. “Mi hijo de nueve años de edad dijo: Papá, ¿por qué regresaste así?”, recordó. “No me atreví a darle una respuesta”.
Ramírez ya regresó al refugio de esta localidad, donde tiene la esperanza de aprender un oficio, como hacer piernas y brazos protéticos para otras víctimas del tren. Otros inmigrantes en el mismo refugio contaron historias similares. Algunos dudaban que fueran capaces de ganarse la vida en sus países natales, en los cuales de por sí es difícil obtener una silla de ruedas.
No obstante, algunos de los que presentaban heridas menores insistieron en que su accidente tan sólo era un revés temporal. Minor Estuardo Cortez, de 33 años de edad y originario de Guatemala, perdió el pie izquierdo bajo un tren cuando intentaba trepar, en el estado mexicano de Oaxaca. En el refugio, sanó y ya aprendió a caminar con una prótesis. Se propone seguir su travesía. Si logra llegar a Houston, dice, tiene parientes que pueden conseguirle un empleo en la construcción.
“Si algo me ocurre, yo no me asusto con facilidad”, aseguró. “Lo haré de nuevo para ver quién gana, el tren o yo. Lo único, eso sí, es que no puedo correr, por lo cual tendré que esperar hasta que esté detenido para subir a él”.