Por Eduardo Ulibarri
El Nuevo Herald
La reciente visita del presidente ultraconservador iraní, Mahmoud Ahmadinejad, a Venezuela, Ecuador y Nicaragua, ha generado una persistente pregunta en varias cancillerías del mundo: ¿qué busca Irán en América Latina?
La interrogante crucial para nuestro hemisferio, sin embargo, debería ser otra: ¿qué buscarán los gobiernos de esos tres países, además de Bolivia, en Irán?
Los intereses de Ahmadinejad en su incursión continental parecen claros, incluso lógicos. Debido a un programa atómico con evidentes tintes militares, Irán se ha convertido, junto a Corea del Norte, en un paria internacional.
Su negativa a cesar el enriquecimiento de uranio, paso previo para la producción de armas nucleares, hizo que, en febrero pasado, la Agencia Internacional de Energía Atómica decidiera elevar el caso al Consejo de Seguridad de la ONU, el cual, a finales de diciembre, le impuso una serie de sanciones. Aunque los alcances de estas medidas son limitados, su aprobación unánime reveló la gran concertación mundial frente a la amenaza, y el enorme aislamiento del país.
A lo anterior se añade que Ahmadinejad ha venido perdiendo influencia entre influyentes círculos de poder internos, de lo cual fueron evidencia las recientes elecciones municipales, con serios retrocesos de sus aliados frente a sectores rivales.
Es explicable, entonces, que el presidente iraní intente proyectarse hacia cualquier zona del mundo para romper su creciente marginación. Al hacerlo, enarbola una retórica encaminada directamente contra Estados Unidos y se apoya en la capacidad de pago que le da el petróleo, a pesar del limitado crecimiento y la gran inflación de su economía.
Menos explicables, sin embargo, son las razones de tres de los cuatro mandatarios latinoamericanos dispuestos a cortejarlo.
En el caso de Hugo Chávez, todo parece claro. Sus descabellados esfuerzos por crear una ''alianza mundial'' contra Washington han fracasado. El Movimiento de Países no Alineados le volvió la espalda; sus intentos por obtener un puesto no permanente en el Consejo de Seguridad sucumbieron con estrépito, y Argentina y Brasil, presuntos socios privilegiados de Venezuela, cada vez se distancian más de sus posturas.
Irán es, entonces, un recurso extremo en su búsqueda de socios. Por algo el viaje de Ahmadinejad a Caracas fue el segundo en seis meses, Chávez ya visitó Teherán, y los dos países acumulan una montaña de 120 acuerdos.
Chávez pretende valerse de su influencia sobre los gobiernos ecuatoriano, nicara-
güense y boliviano para convertirlos en compañeros de ruta. La gran incógnita es cuán lejos estarán dispuestos a llegar los tres países, a sabiendas de que aliarse con Irán es un mensaje hostil no sólo hacia Estados Unidos, sino hacia el resto del mundo, incluida Latinoamérica. Porque a su desafiante programa nuclear se unen nexos con el terrorismo internacional.
Rafael Correa, de Ecuador, ya sufrió una consecuencia directa: la presencia del presidente iraní en su toma de posesión condujo a que Néstor Kirchner, de Argentina, no asistiera. Sus razones fueron poderosas: Irán se ha negado a extraditar a un ex gobernante iraní que la justicia argentina considera como el principal responsable intelectual del brutal atentado que, en 1994, destruyó la Asociación Mutual Israelí Argentina (AMIA), en Buenos Aires, con saldo de 85 muertos.
Evo Morales sí asistió a Quito y aceptó reunirse con Ahmadinejad, pero Lula, gobernante clave para Bolivia, se rehusó a hacerlo, porque su responsabilidad y pragmatismo superan cualquier pose ideológica.
Daniel Ortega, por su parte, lo condecoró en Managua, y un periódico nicaragüense mencionó la posibilidad del intercambio de embajadores entre Nicaragua e Irán.
Chávez, por sus petrodólares, puede darse el dudoso lujo de identificarse con uno de los regímenes más censurados del mundo; es algo consecuente con su creciente y obnubilado extremismo. Pero Bolivia, Ecuador y Nicaragua no pueden permanecer insensibles a los negativos efectos diplomáticos y comerciales que podrían generar sus guiños hacia Irán.
El antiyanquismo de sus gobernantes es, si se quiere, un mal menor. Pero usarlo hasta el punto de dañar claramente a sus países, es una cómplice irresponsabilidad.