Por Antonio Cova Maduro
El Universal
La escritura de Ryszard Kapuscinski es un más allá tras cada afirmación
Según narra Hannah Arendt, los antiguos griegos -los del siglo V antes de Cristo, a quienes tanto debemos- sostenían que los humanos podíamos aspirar a la inmortalidad. Para lograrlo, no teníamos que acudir a pócimas mágicas ni a encantamientos fugaces, sino a nuestro accionar en la vida, vivida lo más "públicamente" posible como praxis y con la ayuda inestimable de la palabra (lexis) - que nos da pie a crear mundos, reales y ficticios. Con eso bastaba¿ y sobraba.
Pocas veces o ninguna se nos da la oportunidad de ver cómo alguien, armado sólo de su deseo de vivir íntegramente el tiempo que le tocó vivir, nos lo transforma en palabras. Con ellas, ese tiempo y ese espacio cobrarán vida propia, permitiéndonos revivir sus experiencias. Cuando esas palabras son vertidas en escritura -como lo hizo Ryszard Kapuscinski- su autor puede aspirar a esa eternidad.
Tomemos al azar una anécdota que nos narra en su libro Ébano, cuando él y su compañero Leo se topan nada menos que con una mortal cobra egipcia, aparentemente adormecida, en una choza de una apartada carretera africana. "En mi camastro y sin mover un solo músculo veo cómo Leo, que avanza sigiloso hacia la choza, llega y con un pesado bidón en sus manos dispuesto está a caer sobre ella. De pronto, en una fracción de segundo, Leo se lanzó con todo su peso y el del bidón sobre la serpiente. Yo le seguí. Eran unos segundos en los que se decidía nuestra vida; lo sabíamos. Aquel animal mostró una fuerza terrible, monstruosa, cósmica. Enfurecida, la cobra golpeaba tan violentamente contra el suelo que, al llenarse de polvo, la choza oscureció. Su cola se agitaba tanto que todo volaba por los aires. Aterrorizado pensé que no podríamos con ella.
Finalmente -luego de una eternidad- sus golpes comenzaron a perder ímpetu, vigor y frecuencia. Al rato, un reguero de sangre recorrió el cuarto y cuando todo hubo terminado, cuando miré aquel reguero que rápido desaparecía absorbido por el barro, en vez de satisfacción y alegría sentí que me invadía una sensación de vacío y de tristeza por aquel corazón que yacía en el fondo del infierno, ése que por una serie de casualidades habíamos compartido todos hacía tan sólo unos instantes, porque aquel corazón había dejado de latir." (págs. 55 y 56).¿Cómo no identificar esta cobra con Africa y la acción de él y Leo con lo que tantos blancos le han hecho por tanto tiempo?
Así es la escritura de Ryszard Kapuscinski, un más allá tras cada afirmación. Y lo que crea en cada lector nunca te abandona; por eso, hoy recuerdo vívidamente cómo conocí el mundo que fue capaz de crear. Una reseña de su libro sobre el imperio soviético, aparecida en la New York Review of Books, me despertó el apetito que sólo se vio saciado cuando descubrí en Caracas la fenomenal traducción que Agata Orzeszek nos brindó en El Imperio, en Crónicas de la catalana Anagrama.
Un alud
A partir de allí aquello fue un alud, uno que nos mostraría, como nadie, el mundo que hemos vivido y sobre el que seguimos cabalgando. El que produjo la primera sociedad socialista de la historia, que se desvaneció sin disparar un tiro cuando le llegó su cuarto de hora. Fue él quien nos dio las razones para que más que asombrarnos su muerte, lo hiciese su sobrevivencia por más de un decenio.
De allí no fue difícil acompañarle a recorrer la Etiopía medieval en pleno siglo XX. Todo un anacronismo, que abruptamente desembocó en la pesadilla comunista que le sustituyó. Ese libro, El Emperador, más cuento grotesco que crónica histórica, hizo que Kapuscinski lograra que todo el tiempo estuviésemos en los límites entre fantasía y realidad. Con ese libro, además, completó el cuadro de la tragedia de la utopía comunista del siglo XX: tener que construir un socialismo en sociedades atrasadas, para terminar muriendo en el intento.
En los tiempos que vivimos, fue una suerte que quisiese mostrarnos a qué conduce la desmesura del poder cuando quiere imponerse a un pueblo sin indagar su parecer. El escenario escogido para ello fue el Irán shíi de un déspota ahíto de petrodólares, el Sha. Desde el clásico de Tocqueville, El Antiguo Régimen y la Revolución, quizás no haya aparecido algo que nos hiciese comprender por qué un régimen tiránico se derrumba, justo cuando parece ofrecer todo lo que la gente quiere. Todo, excepto su libertad.
Ya la mirada sagaz de Kapuscinski no nos acompaña. Su luz se apagó ayer nomás. Su voz, su escritura, pero sobre todo su ejemplo crecerán para ofrecernos compañía.