Por Marcos Aguinis
La Nación
La revolución bolivariana y la islámica son las que más inquietan en estos años, por su irrefrenable y peligroso anhelo de exportación global. Aunque se mantienen gracias a los desorbitantes precios del petróleo, pueden tardar en sucumbir, dejando tras de sí demasiadas ruinas. Pese a su grotesca fraternidad, sus libretos son culturalmente distintos, pero coinciden en su anhelo de consolidar la tiranía, una teocrática y la otra militar. También coinciden en su desprecio por la democracia, la libertad y el pluralismo. Son mesiánicas, intolerantes y belicosas. Encandilan con sus promesas y se maquillan de buenas intenciones. Sin embargo, no escapan ni escaparán al destino de lamentables revoluciones que las precedieron. Basta echar un vistazo a lo ocurrido con las revoluciones francesa, rusa, china y cubana, entre otras, para despertar ante sus trágicos periplos.
Un amigo distante de Marx, el poeta Heinrich Heine, escribió que temía a los idealistas revolucionarios, pese a tenerles alguna simpatía, porque cuando tengan poder despreciarán la libertad y el arte, no amarán las flores ni respetarán las diferencias. En otro texto fantaseó estar en la cabeza de un revolucionario, aparentemente angelical. Sus súplicas al buen Dios comenzaban exhibiendo inocencia: quería una habitación aireada, una sólida mesa para comer y escribir, y una ventana amplia por la que vería grandes y hermosos árboles... de los que colgarían sus enemigos.
La revolución islámica de Irán enarbolaba el repudio al absolutismo del sha antes de tomar el poder por asalto. Pero en cuanto se hizo de las riendas, impuso un abolutismo peor. Sus fanáticos no tuvieron escrúpulos en profanar la universal tradición de la inmunidad diplomática –cuyo origen se remonta a las ciudades-Estado de la Grecia antigua, adoptada sin excepción por Oriente y Occidente–. Usurparon la embajada norteamericana por 444 días, sin importarles las protestas que generó el insólito agravio. Persiguieron, torturaron y asesinaron.
Adoptaron la palabra revolución, porque legitimaba sus abusos y anunciaba algo nuevo, maravilloso. La violencia revolucionaria se vincula con la epopeya de hacer historia. Ansía grandes cambios, mejor distribución de la riqueza y una redención total. Suena a gloria y heroísmo. Es sagrada. Por eso, también se autotitulan revoluciones unas simples asonadas, crímenes de palacio y burdos golpes de Estado.
Según la filología, sin embargo, revolución es otra cosa. ¡Qué decepción! En el Renacimiento, esa palabra se refería al movimiento cíclico, regular y lento que siguen los astros. El modelo se aplicó a la naturaleza, donde ocurren mutaciones periódicas. Igual que los astros y la naturaleza, también las sociedades protagonizan revoluciones que no son más que vueltas de reacomodo. Restauran el estado previo de las cosas. No debería sorprendernos, entonces, que los ayatolas atrasaran las agujas del reloj para imponer un pasado teocrático, represivo, guerrero y expansionista que parecía condenado a los libros de historia.
Asombrosamente, por lo tanto, el significado original de revolución contradice al que ahora se le atribuye en forma unánime. No quería decir marcha hacia el futuro, sino hacia el pasado. Retroceso. Retroceso de la libertad y el nivel de vida. Que es lo que terminó por imponerse en casi todas: terror, muerte, dictadura, sometimiento, pobreza. ¿Acaso el progreso necesita siempre de la violencia para superar la oposición del statu quo? Marx, encandilado por la Revolución Francesa, opinaba que sí, que la violencia es la partera de la historia. Pero ¿qué hace la partera con el recién nacido que se transforma en un monstruo?
Muchos momentos decisivos de la humanidad no han necesitado esa partera ni han recibido el mote de revolución. Por ejemplo: la convivencia tricultural en Andalucía, el Renacimiento italiano, la invención de la imprenta, la Reforma protestante, el descubrimiento de América.
La Revolución Francesa, en cambio, fue el primer cimbronazo de dimensiones que popularizó esa palabra, aplicada después en forma retrospectiva a la independencia norteamericana y a los cambios sin violencia de Inglaterra un siglo antes.
La volcánica Revolución Francesa encendió caudales de ilusión, de epopeya y de brutalidad. Rouget de Lisle compuso la Marsellesa en Estrasburgo con su ordinario violín, durante una noche de francachela y alcohol; en París fue asaltada la cárcel de la Bastilla; pronto arrestaron al rey, su familia y centenares de nobles que pasaron por humillaciones extremas y el asesinato masivo; mientras, en medio de un alzamiento vertiginoso volaba hacia los cuatro vientos una hipnótica e inmortal consigna: Libertad, Igualdad, Fraternidad.
La fiesta tenía que llevar a un estadio superior. El ancien régime se desmoronaba y nuevos protagonistas tomaban el poder. Pero en menos de un lustro comenzaron las disputas que olvidaron el estridente lema y hundieron a Francia en un terror infernal. La guillotina no daba abasto y parecía necesaria para impedir el retorno de los vencidos. Los que se consideraban representantes de la mayoría necesitaron exterminar a las minorías de todos los demás colores. Ninguna compasión, ninguna prueba de inocencia, ningún juramento de lealtad al nuevo gobierno podía excluir la ejecución sumaria. Fue asesinado el químico Lavoisier con la misma ignorante ferocidad con la que se asesinaba a niños, nobles que no sabían usar un arma y hasta inventados enemigos burgueses.
El deseo de venganza por rivalidades personales se zanjaba levantando un dedo; las turbas felices condenaban a quien fuese para gozar el espectáculo de la sangre derramada. La paranoia se extendió sobre el país como aguas de una creciente. Después decapitaron a los revolucionarios moderados y a quienes objetaban los caprichos de los jefes. A continuación los jefes se liquidaron entre ellos: Robespierre mandó guillotinar a Danton y otros mandaron guillotinar a Robespierre.
Con el terror murió la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad sin haber siquiera comenzado a gatear. El capítulo siguiente lo escribió Napoleón Bonaparte, quien construyó una nueva nobleza y reinstaló el gobierno absolutista que se había querido eliminar para siempre. Luego volvieron los Borbones, como una condena del sentido original que tenía la palabra revolución. Más adelante se instaló por fin la república, pero el pasado violento, que produjo la osteoporosis de las instituciones del país, no la dejó sostenerse.
La violencia revolucionaria causó demasiada erosión de valores y esa república fue sustituida por otro rey. A éste le siguió una segunda república, a su vez destruida por el Segundo Imperio; lo sucedió la tercera república, luego reemplazada por una cuarta y una quinta, como enfermizas secuelas de aquella violencia revolucionaria que había despertado fuertes y muy cortos sueños.
La Revolución Francesa de 1789 no aportó la esperada libertad, igualdad ni fraternidad, sino lo contrario: desquició el país. No impulsó el establecimiento de una democracia firme, donde sí podrían alcanzar plenitud y estabilidad, evolutivamente, los tres grandiosos sustantivos.
Pero el impacto emocional que dejó fue inmenso y las sucesivas revoluciones siguieron su modelo deslumbrante.
¿La Revolución bolchevique no estuvo también nimbada por las esperanzas de gran parte del género humano? Sin embargo, igual que la francesa, giró hacia la dictadura, el torrente de cadáveres, la censura en la prensa y el arte, la persecución de opositores, el genocidio de minorías. Y la odiosa erección de una nueva y privilegiada nobleza.
Un derrotero análogo siguió la Revolución china. Mao Tse-tung, una vez tomado el poder, se dedicó a una feroz caza de "contrarrevolucionarios", que incluía los antiguos camaradas que podrían disputarle el mando. Todo sospechoso fue calificado de "bandido", "enemigo de clase" o "espía". Mao llegó a quejarse por la lentitud de algunos juicios y ejecuciones. Una de sus órdenes rezaba: "Quiero arrestos masivos y asesinatos masivos". Se calcula que fue responsable por la muerte de 76 millones de personas. Dijo que para lograr sus objetivos, no le importaba que muriese la mitad del país.
La revolución cubana mantuvo durante corto tiempo la mentira de restaurar la democracia. Pero comenzó a fusilar con deleite. Las turbas fueron exaltadas con el siniestro grito de "¡paredón! ¡paredón!" Hubo centenares de juicios sumarios y hasta fusilamientos sin juicio. Raúl Castro dio el ejemplo de ordenar la muerte de 70 personas en un solo día haciéndolas cavar una zanja donde caerían sus cuerpos acribillados por la espalda.
Siempre se agita la ilusión previa de liberación, que luego se corrompe con asesinatos, censura, campos de concentración, tiranía. Parecería que continuara echando chispas la maldición etimológica, porque en vez de conducir al futuro, tracciona hacia atrás, hacia los males que pretendía corregir. Cambia el decorado y los actores, no el guión.
En cambio, la revolución gloriosa de Inglaterra no recurrió a la violencia y por eso se tardó en llamarla revolución. Pudo acercarse a los objetivos de la Revolución Francesa un siglo antes, sin guillotina ni persecuciones ni destrucción de las instituciones. Su ejemplo notable induce a cuestionar los méritos de la violencia revolucionaria que promete una cosa y establece lo opuesto, que habla de libertad mientras impone la dictadura y humilla a quienes opinan distinto.
¿Existe la libertad, igualdad y fraternidad en las dos revoluciones que ahora titilan en las primeras páginas de los diarios? ¿Hay libertad cuando se censura a la prensa, a los individuos y se cambian las leyes según los caprichos del jefe o su entorno? ¿Hay igualdad cuando las minorías pierden derechos y sólo gobierna una casta de privilegiados? ¿Hay fraternidad cuando se exalta el odio, se descalifica y se persigue?
Los revolucionarios, que nada respetan para conseguir sus utópicos objetivos, no dejan de cometer crímenes contra personas e instituciones a fin de consolidarse. Se sienten autorizados a destruir. Lo hacen en nombre de ideales que a la postre traicionan. Y en lugar de empujar hacia un mundo más justo, humanístico y creativo, arrastran al pozo del atraso, la uniformidad mediocre y el despotismo.
Estas son las desdichas que se deben tener presentes para balancear el exceso de loas a los beneficios de la violencia revolucionaria, que suelen transformarse en maldiciones duras de corregir.