Por Eugenio D´Medina Lora
Diario Gestión
Va siendo lugar común plantear cada tanto, en el contexto del creciente rechazo ciudadano a la gestión política pública de sus autoridades, el tema de la reforma del estado. Si se plantea la necesidad de una reforma, implícitamente se acepta que el aparato estatal no sirve tal como está. El problema surge cuando se busca precisar qué se entiende por una reforma del estado y cuando se enfrenta el hecho real de que su aplicación práctica va a generar ganadores y perdedores.
Empecemos por afirmar que la reforma del estado consigna tanto la modernización como la descentralización. Estos dos pilares están orientados, cada uno, a aspectos diferentes de la performance del aparato estatal. Esto es, a la eficiencia y a la eficacia de las políticas públicas. Un estado más moderno es más eficiente, pudiendo hacer lo mismo con menos gasto o más con igual gasto. El problema es que en ese proceso, es inevitable que se produzcan, por lo menos, tres cosas: i) que algunos trabajadores del sector público muy calificados se mantengan en el aparato estatal; ii) que algunos trabajadores medianamente o escasamente calificados puedan ser capacitados para continuar desempeñando las actuales labores u otras que sean requeridas en el contexto de la nueva estructura burocrática; y iii) que algunos trabajadores, que puedan ser altamente, medianamente o muy escasamente calificados, no puedan mantenerse en el aparato estatal, sea porque no alcanzaron las destrezas necesarias en la nueva estructura o porque pertenecen a un excedente de fuerza laboral que ya no puede absorber el aparato estatal reformado. Todo esto genera gran resistencia entre parte de la población y en los encargados de hacer políticas.
Pero la eficiencia no sirve de gran cosa si sólo llega a una parte de la población. La eficacia estatal significa que el estado es capaz de llegar a todos los pobladores, esencialmente en la provisión de servicios que corresponden a su razón de ser. Existe ausencia del estado cuando, por ejemplo, no hay un sistema judicial que permita resolver controversias en todos los poblados o cuando no hay una fuerza de seguridad que ampare la integridad de los ciudadanos y de las organizaciones en todo el territorio nacional. Y esto sólo ocurre cuando el estado se descentraliza.
Usualmente se habla de “descentralización” y “reforma del estado” como conceptos separados e independientes. Pero la descentralización ya es una forma de reformar el estado. La misión de éste es garantizar que lleguen eficazmente determinados servicios a la población. Entender esta idea es crucial. Definir así la misión del estado no implica que siempre la oferta de servicios tenga que provenir del propio aparato estatal. Los ciudadanos quieren el servicio y eso es lo que ven. Al propio tiempo, conviene no confundir un aparato estatal reducido con un estado ausente. Puede haber una extensa burocracia estatal que no provea servicios que llegue a todos.
Ambos procesos son caras de una misma moneda. Se complementan y se retroalimentan. El estado modernizado requiere eficacia para llegar a todos en la provisión de los servicios que son de su competencia. El estado descentralizado tiene que estar sostenido en un aparato burocrático eficiente y flexible. No puede haber descentralización exitosa construida con un estado ineficiente y rígido. Y todo intento en llevarla a cabo sin un moderno aparato burocrático, simplemente subvaluará su potencial de desarrollo.
La limitada concepción de la reforma del estado lleva a preguntarse si no hay que reformar a la reforma. Para convertirla en una reingeniería institucional del aparato burocrático estatal y de la concepción de su papel en la sociedad, orientándolo a consolidar esfuerzos de generación de riqueza, que involucre, entre otros puntos, los siguientes: i) reducir la intervención estatal en la economía; ii) aumentar la presencia del estado en seguridad y justicia, sobre la base de una revisión integral del sistema judicial que incorpore reformas radicales como la incorporación de jurados; iii) revolucionar todo el sistema educativo público para orientarlo a generación de conocimiento capitalizable y competitivo; iv) implementar un sistema de salud público moderno y extensivo, a similares niveles de calidad, a toda la población; v) reformular la concepción de los programas sociales para orientarlos al fortalecimiento de capacidades empresariales y menos al consumo; vi) incorporar modelos de gestión participativos público-privados sociales extensivamente a sectores no tradicionales como educación, salud y justicia; y vii) disminuir radicalmente el tamaño del aparato estatal, reduciendo el número de organismos, dependencias, oficinas, consejos, secretarías, direcciones, procesos, procedimientos y funcionarios.
En estricto rigor, el aparato estatal empezó a reformarse con la primeras privatizaciones de los noventa y continuó haciéndolo con la descentralización de los años dos mil. Pero nada ha sido suficiente, porque el verdadero tema es decidirse a hacer una reforma efectiva del estado. Limitar el tema a reducir organismos públicos descentralizados o a “prohibir” nuevas contrataciones laborales va a hacer que cualquier “reforma” siga pasando desapercibida. Para decirlo abiertamente, el mayor escollo es que una verdadera reforma deberá ser una reforma liberal del estado. Tendría que dejar de lado a quienes mantienen todos los incentivos para sostenerse hoy en el aparato del estado como está y a quienes no estando en él, mantienen relaciones de privilegio con las cúpulas de las burocracias estatales de los niveles nacionales, regionales o municipales. Y eso es más duro, exige otra clase de convicciones y otros costos políticos. Habrá primero que reformar a los reformadores. O esperar a que, en algún futuro no muy lejano, la reforma sea emprendida por quienes realmente se hallen doctrinariamente convencidos de ella.
El autor es Investigador asociado de la Sociedad Economía y Derecho de la UPC.