Por Jorge Oviedo
La Nación
Los ingresos del diez por ciento más rico de las personas eran 26,4 veces mayores que los del diez por ciento más pobre a finales de 2005. En el cuarto trimestre de 2006, eran 27,9 veces más altos. La brecha de ingresos entre pobres y ricos no sólo ya no se achica; se agranda. El modelo económico, que el Gobierno dice que es de inclusión, tiene un problema serio. No produce el principal beneficio que sus responsables le atribuyen.
Pasado el rebote posterior a la crisis, la Argentina tiene los mismos problemas estructurales que antes de ella. Son los mismos dramas que los que adoran las soluciones mágicas dijeron que se solucionarían en un abrir y cerrar de ojos con una devaluación.
La distribución del ingreso empeora si se miran bien las estadísticas. O como mínimo no mejora, si se atiende a las argucias estadísticas del Gobierno. El dato es contundente. Ni siquiera forzando las cifras se disimula que ha dejado de ser cierto el principal argumento oficial de que con el plan de dólar alto y salarios bajos se mejora la distribución de la riqueza y se avanza hacia una sociedad más justa.
Las autoridades han optado, ante esas evidencias, por desplazar a la responsable de la Encuesta Permanente de Hogares, una profesional de prestigio internacional, forzar la estadísticas de precios y tomar para la distribución del ingreso el ingreso total familiar en lugar del individual, lo que mejora algo los resultados, aunque su aplicación es incorrecta.
En una familia de buen vivir, los hijos menores no trabajan. Por el contrario, los adolescentes y niños se ocupan y obtienen recursos en los hogares de ingresos bajos. Que con el trabajo de quienes deberían estar en la escuela se obtengan unos pesos más no quiere decir que la desigualdad sea menor, sino todo lo contrario.
Hasta el consultor Artemio López, de indudable simpatía por la actual administración, reconoce que lo que se debe tomar para la medición es el ingreso de las personas. Ese es el registro que muestra que la desigualdad es mayor y que ello ocurre cuando aumenta el empleo y la economía crece a un ritmo enloquecido.
El dato no es ni sorprendente ni aislado. La economía ya alcanzó un nivel de producto bruto interno igual o superior al récord anterior, logrado en 1998, en plena convertibilidad.
Respecto de entonces, la producción de bienes es igual o mayor y el empleo más alto. Sin embargo, la pobreza y la indigencia son, si se cree en las forzadas estadísticas oficiales, iguales.
Con más personas empleadas y más riqueza generada, que la pobreza y la indigencia sean iguales quiere decir sencillamente que hay gran cantidad de empleo de mala calidad.
Es cierto que parte de ese empleo puede ser informal o en negro, el de los cuentapropistas muy pobres o los trabajadores intermitentes que viven alternando changas y oficios. Pero no es menos cierto que hay empleos en el Estado y en blanco cuyas remuneraciones mensuales son inferiores que la línea de pobreza.
La Argentina padece problemas que son comunes a muchos países. Uno muy serio es el de lograr empleo de calidad para los sectores con poca calificación.
En 1997 aparecieron síntomas claros de que el crecimiento posterior al tequila ya no ayudaba a los pobres y no los sacaba de la situación. No había muchos empleos buenos para ellos. No es raro que entonces hayan surgido los piqueteros. Hoy hay trabajo para ellos. La mala noticia es que ahora, empleados y todo, seguirán siendo pobres.