Por Marcos Aguinis
La Nación
Crece la fiebre en Turquía por el temor de que se produzca un deslizamiento hacia el autoritarismo teocrático. Esto daría la espalda a la modernidad que, con gran esfuerzo, se viene impulsando en ese país desde hace un siglo.
Turquía es una de las naciones más ricas en historia y pluralidad de culturas del Medio Oriente. Su ubicación decisiva entre Oriente y Occidente llenó grandes ánforas con joyas de sucesivas civilizaciones, arte, religiones, arquitectura, pensamiento, poesía, leyendas. El otomano fue uno de los imperios que más duraron en el mundo, desde 1299 hasta 1922. En la Edad Media su territorio fue conquistado por pueblos que venía del Asia, compuestos por guerreros indomables. Pero, una vez consolidado el sultanato, se convirtió en una potencia de refinados modales y ejemplar tolerancia. Cuando España expulsó a los judíos y a los moros, Turquía los recibió con los brazos abiertos.
Sus autoridades se mofaban del fanatismo occidental, al agradecer burlonamente que los españoles les mandaran a sus mejores colectividades.
El islam, en el imperio otomano, fue respetuoso de otras denominaciones religiosas, y tanto cristianos como judíos pudieron prosperar, dialogar e integrarse con la mayoría musulmana, sin los agobios del prejuicio ni la discriminación. Esto demuestra que el islam puede generar un clima de pluralismo apacible y fructífero cuando no es secuestrado por sectas llenas de odio.
En consecuencia, no sólo deberían tomarse como modelo de convivencia los tres siglos de confraternidad tricultural en Andalucía, sino el largo período de paz en el vasto imperio otomano, también sede del califato que regía sobre todos los sunitas y alawitas del mundo.
Pero, a comienzos del siglo XX, estimulado por modelos europeos, estalló el movimiento nacionalista de los Jóvenes Turcos, que consiguió deponer y desterrar al sultán Abdul Hamid II, llamado El Rojo por su crueldad sanguinaria. Los Jóvenes Turcos gobernaron el imperio durante diez años, hasta el final de la Primera Guerra Mundial, pero conservando las centenarias instituciones del sultanato y el califato, que garantizaban la preeminencia de Constantinopla (Sagrada Puerta) sobre los musulmanes del mundo.
Al principio, los Jóvenes Turcos blandieron el lema de "libertad, fraternidad e igualdad" para todos, pero una vez instalados en el poder lanzaron una política basada en el panislamismo y el panturanismo . El panislamismo quería imponer la uniformidad religiosa, al mejor estilo inquisitorial. El panturanismo se basaba en que todos los pueblos -desde Mongolia, en el lejano Este, pasando por las estepas del sur de Rusia y las montañas del Cáucaso, hasta la resplandeciente Constantinopla y gran parte de los Balcanes- pertenecían a una etnia común, llamada turán. Debían constituir un único país, donde no tendrían la misma jerarquía los árabes, los judíos, los kurdos, los armenios y los griegos de los que estaba salpicado el enorme territorio. Se parecía a la futura consigna racista nazi de "tierra y sangre".
No era casual. Los Jóvenes Turcos se reconocían admiradores de Prusia, al extremo de imitar sus cascos y uniformes. Enver Pashá había sido agregado militar en Berlín antes de dar el golpe de Estado de 1908. Usaba bigotes como el Káiser y hasta dijo que, en secreto, el Káiser se había convertido al islam. Tan intensa se convirtió la influencia prusiana que periodistas de la época ironizaban diciendo que el nuevo himno turco debía titularse Deutschland über Allah.
Esta explosiva mezcla de nacionalismo y religión condujo al derrumbe del imperio más antiguo del planeta. Rusia soñaba con apoderarse de Constantinopla y rebautizarla con el nombre de Zargrad . Para ello se autotituló protectora de los enclaves cristianos, en especial de Georgia y Armenia, las dos naciones que oficializaron el cristianismo antes que Roma.
Como respuesta, el Sultán Rojo lanzó ataques contra los armenios, del mismo estilo de los pogromos que los zares lanzaban contra los judíos, y eso quedó como un precedente nefasto.
Turquía desempeñó un papel muy importante en la Primera Guerra Mundial, que no se limitó a la apocalíptica batalla de Gallipoli. Los Jóvenes Turcos eligieron mal a sus aliados y perdieron en casi todos los frentes, con un número alucinante de bajas.
De no haberse producido la revolución bolchevique en 1917, quizá Rusia hubiera podido concretar su sueño de extenderse por el Medio Oriente.
La campaña turca para ganar territorios en el Este y llegar a las zonas petrolíferas del mar Caspio también fue un fracaso. La urgencia por descargar la culpa en un chivo expiatorio reavivó la política criminal de Abdul Hamid contra los armenios, y se puso en marcha el primer genocidio del siglo XX.
El caos de la conflagración mundial permitió llevar a efecto asesinatos masivos. El propio Ministerio de Guerra, pese a sus dificultades, envió una orden que estremece: "Sin violar la disciplina ordinaria, separar a los soldados armenios, llevarlos a lugares aislados, lejos de miradas extrañas, y fusilarlos".
El 24 de abril de 1915 fueron masacrados atrozmente dos mil dirigentes comunitarios, intelectuales, científicos, escritores, artistas, pedagogos, médicos y religiosos armenios. En mayo siguió una deportación de innumerables sobrevivientes, que murieron en el trayecto por hambre, sed, enfermedades o asaltos de bandas nómades. No satisfecho con esta hecatombe colosal, el enloquecido gobierno de los Jóvenes Turcos se aplicó a destruir evidencias de la masacre, así como los testimonios de la milenaria cultura armenia conservada en iglesias, monasterios e instituciones seculares.
Cuando a Hitler se le advirtió sobre las consecuencias que podría tener su obsesión de asesinar a todos los judíos, contestó riendo: "¿Y quién se acuerda del genocidio armenio?"
Hasta el presente, Turquía está en deuda con la admisión de este horrendo capítulo de su historia. Orhan Pamuk, premio Nobel de Literatura, insiste en que urge reconocer y reparar el daño inconmensurable, como lo intentó Alemania con los judíos. Un nacionalismo turco mal entendido no lo acepta aún.
Con esa carnicería quedaron manchados siglos de tolerancia, pluralismo y convivencia multiétnica. Es una flagrante contradicción que se debería resolver para enlazar un presente difícil con los momentos estelares del pasado, cuando Turquía era un país ejemplar.
En 1918, los Jóvenes Turcos habían consumado el derrumbe de la nación. Políticos liberales y monárquicos constitucionalistas pretendieron arrestarlos y juzgarlos, con ayuda de las fuerzas aliadas victoriosas que ocuparon el país. Pero en su mayoría habían huido a Berlín.
El nuevo sultán, Mehmed VI, creyó posible reconstruir su alianza con Francia e Inglaterra. Pero era tarde y había empezado el desmantelamiento del Hombre Enfermo de Europa, como se llamaba al imperio otomano. Esas potencias colonialistas se repartieron la herencia y Turquía quedó reducida a sus límites actuales. En las metrópolis europeas se dibujaban las nuevas fronteras. Churchill dijo que él mismo fijó la fronteras de Irak con inspirada rapidez, un viernes a la tarde, después de la siesta.
Al mismo tiempo, la feérica Constan-tinopla se transformaba en el cobijo de millares de refugiados que huían del terror bolchevique. Nobles, artistas, empresarios, profesionales y políticos que no se resignaban al nuevo genocidio en nombre de la revolución deambulaban por hoteles, bares, teatros y garitos, empleándose en trabajos insalubres o reclamando absurdos privilegios. Turquía volvía a ser un país de brazos abiertos y corazón grande, que permitía vivir, sobrevivir y reconstruirse.
La atmósfera de desazón fue aprovechada por el general Mustafá Kemal Atatürk, líder de un nacionalismo moderado y progresista. No usaba los bigotes del Káiser ni amaba los ritos prusianos. Mantuvo aparente lealtad al debilitado sultán hasta que pudo hacerse fuerte en Ankara, futura capital del país. Primero eliminó la realeza manteniendo el califato. Después lo anuló también. Cambió el nombre de Constantinopla por el de Estambul. Inyectó esperanza en una nueva Turquía, digna de compartir el destino de las potencias aliadas. Instituyó el alfabeto latino, dio plena igualdad a la mujer, quitó la obligación del velo, estableció el respeto por los diversos cultos, impulsó la educación, la democracia y el desarrollo económico. En 1923 sancionó la Constitución secular que rige hasta el presente. Turquía era el primer país musulmán que se atrevía a separar la religión del Estado. Y, si llegara a ingresar en la Unión Europea, sería la nación más poblada del conjunto, con 71 millones de habitantes, después de Alemania, que tiene 82 millones.
Aunque apenas un tres por ciento de su territorio se encuentra en la Europa propiamente dicha, es fuerte el deseo de incorporarse a la Unión. Millones de europeos ven con buenos ojos este camino, porque consolidaría el carácter laico, moderno y republicano de Turquía. Pero encendió alarmas el crecimiento del fundamentalismo. Aunque el gobierno actual es islámico moderado, se notan avances clericales de alto riesgo. Las multitudinarias manifestaciones en defensa del laicismo que se realizan ahora pretenden obliterar ese peligro.
Las fuerzas armadas, que se consideran herederas del legado construido por Kemal Atatürk, significan otra contradicción, porque parecerían inmiscuirse en la democracia para salvar la democracia. La mayoría de los turcos no querrían hundirse en las tinieblas autoritarias de un régimen teocrático como el iraní, menos aún millones de mujeres y de ciudadanos modernos, acostumbrados a los derechos que rigen en Occidente.
Las contradicciones turcas hunden sus raíces en una larga y colorida historia. En ella hubo momentos de sensatez paradigmática. Ojalá termine por imponerse. No sólo será bueno para ese hermoso país.