Por Daniel Morcate
El Nuevo Herald
Uno de los grandes dilemas en la perenne discusión sobre el status ideal de Puerto Rico es qué hacer con casi la mitad de la población que probablemente disentirá de la decisión que tome la otra mitad. Si los estadistas ganaran este diferendo, ¿qué se puede esperar de los independentistas y estadolibristas que lo pierdan? Y si ganasen los independentistas, ¿cómo reaccionarán los estadistas? Por eso, la fórmula alterna del estado libre asociado ha servido durante décadas de factor estabilizador.
Ha aportado una tercera vía que en principio no excluye radicalmente a las otras. Pero muchos puertorriqueños creen que esa fórmula está caducando. Dicen que ya no ofrece los mismos niveles de estabilidad económica, política y emocional que solía ofrecer. Y lo mismo parecen creer los congresistas norteamericanos que impulsan un nuevo tipo de referendo en la isla.
La propuesta para que se celebre ese referendo avanza discretamente por un Capitolio donde el tema de Puerto Rico suele generar más sopor y confusión que cualquier otro sentimiento. El pasado fin de semana, poco antes de irse al receso del Día de Recordación, algunos representantes anunciaron que habían colocado sobre el tapete ''un nuevo trato'' sobre la espinosa cuestión boricua. Propone un doble referendo. El primero preguntaría a los electores en la isla si están conformes o no con el status quo, que es la libre asociación con Estados Unidos. Si la respuesta es sí, se les haría la misma pregunta dentro de ocho años. Pero si la respuesta es no, entonces se programaría un segundo referendo para que los votantes decidan entre la estadidad y la independencia.
El gobernador Aníbal Acevedo Vilá y gran parte del liderazgo de su Partido Popular, que representan el status quo, rechazan los términos de esta propuesta legislativa. Creen que carga los dados en contra del estadolibrismo y a favor de la estadidad. La medida podría tener lagunas que convendría llenar antes que llegue a formalizarse. Pero también ofrece la oportunidad de defender en buena lid la actual condición de la isla durante la primera consulta popular. A mi juicio, ahí es donde el gobernador y sus correligionarios deberían promover las virtudes de la fórmula política que representan y plantearle mejoras viables.
Las ventajas de la iniciativa que considera el Congreso norteamericano son múltiples. En primer lugar, se basa en un profundo estudio sobre los orígenes del conflicto puertorriqueño, las actuales condiciones de la isla y sus relaciones problemáticas con Estados Unidos. En ese estudio participaron puertorriqueños, incluyendo funcionarios del gobierno del presidente Bush. En segundo lugar, la iniciativa por primera vez comprometería el apoyo del Congreso a cualquier determinación que libremente adopten los residentes de la isla. Cuenta, además, con el beneplácito del presidente Bush y probablemente contaría con el de su sucesor, sea éste republicano o demócratra. Pero sobre todo colocaría en manos de los puertorriqueños su destino político como no ha sucedido desde que Washington tomó la traumática decisión de colonizar a Puerto Rico hace más de un siglo.
Queda un largo trecho por recorrer antes que el Congreso se decida por esta propuesta. En el Senado enfrentará una ardua batalla porque allí tiene opositores formidables, como el republicano Trent Lott y el demócrata Edward Kennedy. Fuentes legislativas me dicen, sin embargo, que eso podría cambiar si los líderes de los tres principales partidos puertorriqueños hablaran con una sola voz sobre el tema. Para lograr ese inusitado consenso, los dirigentes estadolibristas, inependentistas y estadistas tendrían que demostrar una extraordinaria confianza en sus convicciones. Y disponerse a acatar la voluntad que exprese en las urnas la mayoría de sus compatriotas.