Por Enrique de Diego
Diario de América
El comunismo ha demostrado la misma compulsiva capacidad para asesinar como para mentir. Ambos instintos maléficos han ido de la mano. Han sido maestros en la tortura y el homicidio, en la misma medida que en la propaganda. Durante décadas dominaron buena parte de los medios de comunicación occidentales y los foros universitarios. De hecho, la caída del Muro de Berlín fue una sorpresa, porque lo que se enseñaba en Occidente era que, tras el telón de acero, no había paro ni inflación y todo iba a las mil maravillas.
Cuando Solzhenitsyn vino a España y denunció el archipiélago GULAG, los campos de trabajo y de exterminio soviético el entonces pope de la izquierda española, Juan Benet escribió que “de no existir los campos de exterminio habría que crearlos para llevar a personas como Solzhenitsyn”. Todavía hoy ser comunista o haber sido comunista vende.
Tras la caída del Muro, se ha hablado muy poco de los genocidios perpetrados por los partidos comunistas. No hay películas, ni reportajes, apenas unos pocos libros, casi siempre silenciados. Y eso que los comunistas han sido la secta de asesinos mayor que ha conocido la historia, la más destructiva, y ello sin excepción ninguna. No ha habido tal cosa como el comunismo con rostro humano. Casi todos los tiranos comunistas han dejado chiquito a Hitler. Pol Pot, por ejemplo, asesinó a uno de cada cuatro camboyanos, a dos millones de una población de ocho. De Stalin sabemos algo más porque hizo purgas y asesinó a comunistas y eso lo denunció Kruchev en el XXX Congreso del PCUS. El genocidio perpetrado por Menghistu en Etiopía se vendió como sequía y es notorio el encandilamiento de toda la izquierda con la pulsión criminal de Castro. En España, Santiago Carrillo ha sido el mayor criminal de nuestra historia. Ceaucescu, su mentor, terminó sus días matando y abriendo fosas comunes en Timisoara.
Aún hoy en día vemos al tarugán histriónico de Hugo Chávez tratando de imponer una tiranía comunista o a Evo Morales o a Correa o a Daniel Ortega, y cómo se informa muy poco de sus tropelías y de sus agresiones a la libertad.
La conjura de silencio respecto a los crímenes comunistas persiste hoy, respecto a aquellas naciones donde siguen en el poder. Se calcula que más de dos millones de coreanos, un millón de ellos niños, murieron en la última hambruna en Corea del Norte.
Ya dijo Stalin que matar a una persona es un asesinato y a un millón una estadística. La historia del comunismo es una concatenación de estadísticas. Y no ha terminado. Se estima que el Partido Comunista Chino, en su historia, ha asesinado a cerca de ochenta millones de personas. Mao, en el ranking de los asesinos en serie, ha superado a Hitler y Stalin, juntos, y seguramente a todos los criminales de la historia. No hablamos de ayer, sino de hoy. El Partido Comunista Chino mantiene abiertos hoy en día campos de trabajo.
Y sigue asesinando. El mundo, sin embargo, se dispone a vivir la hipocresía de la celebración de los Juegos Olímpicos de Pekín. Por de pronto, los periodistas son obligados, a lo que se prestan, a firmar un documento de que no harán críticas al régimen.
Me acuso de haber asumido durante tiempo algunas de las ideas simples de la propaganda sobre China: que están evolucionando hacia el capitalismo, que quizás sea mejor mirar para otra parte en cuestión de derechos humanos. Voy a corregir tan lamentables errores en cuatro entregas, en las que pasaré revista a la historia criminal del comunismo en China.
China se merece un futuro de libertad.