Por Carlos Alberto Montaner
El Nuevo Herald
Fue un acto valiente. El senador demócrata Chris Dodd, aspirante a la presidencia de Estados Unidos, no tenía absolutamente nada que ganar cuando propuso una ley, la llamada Dream Act, para otorgarles la residencia a los adolescentes indocumentados que se hubieran graduado de bachillerato en Estados Unidos y carecieran de antecedentes penales negativos.
A Dodd pudo costarle caro: las encuestas revelan que los inmigrantes ilegales gozan de muy poca simpatía en el país. Pedir su expulsión, aunque sea materialmente imposible de llevar a cabo, genera más votos que tratar de legalizarlos. Dodd demostró tener carácter con ese gesto. Legisló con la cabeza, no con el hígado.
El punto de partida de la legislación fue el caso de dos teenagers culturalmente norteamericanos, pero colombianos de origen, Juan y Alex Gómez, de 18 y 19 años, llegados a Estados Unidos hace 15, amenazados con la deportación inmediata hacia el país en el que nacieron, pero con el que no tienen el menor contacto emocional o intelectual. Para ellos, Estados Unidos, sencillamente, es su país. Se trata, además, de dos buenos muchachos, excelentes estudiantes, que probablemente serán unos profesionales exitosos. Sus compañeros de clase fueron quienes montaron la campaña para que permanecieran en Estados Unidos.
Con su propuesta de ley, el senador Dodd retarda la deportación de los hermanos hasta el 2009. Antes que él, y por los mismos motivos humanitarios, el representante republicano Lincoln Díaz-Balart, un viejo y firme amigo de todos los inmigrantes latinoamericanos, había presentado una legislación similar en el Congreso. Parece que ambos parlamentarios fueron persuadidos por Ana Navarro, una nicaragüense que llegó muy niña a Estados Unidos, también ilegalmente, y con el tiempo regularizó su situación y se convirtió en una destacada abogada americana. La frase que le oí decir me conmovió: ``Me vi reflejada en esos dos muchachos. ¿Qué daño me hubieran hecho si me deportan de este país, que es el mío? Me habrían destrozado''.
Tanto Dodd como Díaz-Balart acertaron. Expulsar a esos chiquillos, o a los otros millares de casos parecidos, tal vez sea legal, pero sólo demuestra que la ley está mal concebida y le hace daño no sólo a ciertos inmigrantes, sino al propio país. ¿Por qué prescindir inflexiblemente de personas valiosas dispuestas a contribuir al bienestar de la colectividad? Hace unos años me tocó presenciar un caso parecido: el Dr. Pedro Meneses, un eminente cirujano plástico venezolano, adiestrado en Estados Unidos, no pudo permanecer en el país, como deseaba ardientemente, porque la ley americana lo impedía. Es verdad que toda nación debe cuidar sus fronteras, pero el sentido común indica que las leyes migratorias deben servir de filtro para conservar o invitar a los extranjeros productivos, y no de mecanismo ciego para expulsar indiscriminadamente a masas de ciudadanos que con su ausencia perjudicarán al conjunto de la sociedad.
La calidad de un país depende de las virtudes de un número sustancial de las personas que lo forman. No sobra nadie con ganas de trabajar, ya sea un humilde recogedor de tomates --en una sociedad donde los nativos no quieren cosecharlos-- o un brillante científico. Sobran los delincuentes y los vagos, pero no ese infinito ejército de peones agrícolas, empleadas del hogar, trabajadores de la construcción, profesionales, y empresarios de todos los tamaños. Todos crean riqueza con sus esfuerzos. Todos nos benefician. Cada vez que uno de ellos es expulsado, todos nos perjudicamos.
Desgraciadamente, la mayor parte de las personas ven a los inmigrantes como un problema cuando son, en realidad, una fuente extraordinaria para impulsar el desarrollo. Se lo escuché decir a Esperanza Aguirre, la popular presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid, cuando, a su paso por Florida Internacional University, le preguntaron por qué su región se había transformado en la más rica de España: ''Es el fuego de los inmigrantes'', dijo sin asomo de duda. Apagar ese fuego es una de las maneras más lamentables que conocemos de hacernos daño nosotros mismos.
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