Por Julio María Sanguinetti
La Nación
¿Cambio o continuidad? La elección de la doctora Fernández de Kirchner asoma como el rostro del dios Jano, con una faz mirando atrás y la otra delante.
La continuidad es bastante obvia, hasta demasiado: hay apenas un relevo personal en la titularidad de un poder político construido por la pareja gobernante, tan tradicional en el peronismo. Desde una gran debilidad electoral, el matrimonio Kirchner edificó una estructura política que le permitió primero revertebrar lo fundamental del Partido Justicialista y luego generar este movimiento que ayer se consagró como claramente mayoritario. Si es el viejo peronismo, es difícil saberlo, pero la historia nos dice que si algo lo ha caracterizado es la plasticidad para adaptarse y modificar sus piezas. Scioli fue una creación de Menem, hoy es el vicepresidente de Kirchner y mañana será el gobernador de Buenos Aires. Duhalde era el dueño de la estructura tradicional en la provincia de Buenos Aires y, al salir de una presidencia de crisis sorteada con éxito, dejó hacer a Kirchner y facilitó así la base que hoy le asegura el éxito. Como en el viejo principio de Lavoisier, en el peronismo nada se crea, nada se destruye, todo se transforma…
La mayoría alcanzada asegura un manejo fuerte de los resortes del Estado, lo que no es poco en un país en el que se han caído tantos gobiernos. Conlleva, sin embargo, el temor ante el desvío hegemónico. Necesidad de poder, entonces, pero riesgo cierto de exclusivismo. A él se le agrega otra dimensión de la incertidumbre que es muy real, aunque duela expresarla, y que es el prejuicio machista: a una presidenta muy probablemente la pulsearán a poco de andar, como le ha pasado a la doctora Bachelet, en Chile, a quien le costó alcanzar el equilibrio entre su modalidad maternal y conciliadora, y la necesidad de ejercer la autoridad frente a quienes salieron a desafiar el orden.
Hay una nueva generación en la escena. Ya no están Alfonsín, Duhalde, Menem, de la Rúa, Cavallo… Hasta hoy, sin embargo, el cambio es de actores y no de libreto. Y allí viene la primera gran pregunta: ¿cuánto la nueva presidenta se parecerá a su marido? Muestra una vocación por el mundo muy diferente del instinto aislacionista del actual presidente. Como uruguayo desearía que esa voluntad comenzara con un vecino como nosotros, ya que las dos sociedades sufren resignadamente un distanciamiento que no sienten.
La mirada hacia el mundo no es tema baladí, en una Argentina que desde que nació oscila entre el liberalismo universalista de la Revolución de Mayo y el nacionalismo tradicionalista de la dictadura de Rosas. Una Argentina que mirara hacia afuera sería una bienvenida vuelta copernicana en la visión de su propio ser.
Todo lo anterior dependerá mucho de la voluntad presidencial, pero hay una exigencia de cambio mucho más desafiante, que se le vendrá encima a la nueva presidenta, aunque ella no lo desee: es la economía, privilegiada estos años por el fabuloso impulso del comercio exterior. Hay una necesidad de sincerarse, destapar las asfixias artificiales de tarifas y precios, moderar el gasto público, cuidar una inflación que daña a los que viven de ingresos fijos, generar clima para una inversión que nunca vendrá sin seguridad jurídica, previsibilidad y confianza. Los grandes precios del mercado internacional anestesian la situación y nos llevan a creer que siempre el mundo será así. Chile está engordando una reserva para el día en que el precio del cobre no sea el de hoy; sabe que la actual bonanza, cuyo horizonte todavía sigue viéndose rosado, no será eterna.
Las primeras palabras de la doctora Kirchner han sido conciliadoras, y es un buen auspicio, porque, aunque su mayoría es importante, quienes no la votaron son muchos más. Y si sumamos quienes podrían haber sido compatibles entre sí (Carrió, Lavagna, Rodríguez Saá), más un Macri que no corrió esta vez, pero que es una realidad, nos encontramos con una oposición que existe, pese a su dispersión. Sería frustrante que se volviera a la Argentina binaria, partida en dos.
Estamos en mundo globalizado, en cuya lógica no caben esos maniqueísmos primitivos, tan propios de nuestra idiosincrasia latinoamericana y que tanto han lastrado la misión histórica de esa Argentina pletórica de talentos. Por cierto, posee un número y calidad de intelectuales mayor a cualquier otro país del hemisferio, pero, desde Sarmiento y Alberdi, ha visto el mundo con ojos confrontados, como nos lo ha contado magistralmente Juan José Sebrelli.
No se trata de soñar con un imposible –e indeseable– país de unanimidades. Pero sí de creer en una institucionalidad rigurosa, en una convivencia civilizada de los diferentes, en una legalidad que no puede estar cuestionada por necesidades de momento. La Argentina es un país admirable, pero imprevisible. Que al mundo le cuesta entender, y lo digo porque me la paso intentando explicarlo en el exterior, desde una identidad rioplatense que se inspira tanto en el afecto como el interés nacional de sentir que al lado de una Argentina vigorosa también habría para Uruguay un mejor espacio.
Si la doctora Kirchner asume que su mayor responsabilidad es la que abrazó Felipe González cuando llevó al poder a los derrotados de la Guerra Civil y dijo que su misión era “una España normal, una España que simplemente funcione”, habrá escrito una gran página. Y el continuismo de hoy puede transformarse en una formidable apertura. El tiempo nos lo dirá.
El autor fue presidente de la República Oriental del Uruguay.