Por Enrique Valiente Noailles
Enfoques - La Nación
Sesenta y cuatro casilleros tiene un tablero de ajedrez. Como si no hubiera querido extenderse más allá de sus límites, Bobby Fischer murió a los sesenta y cuatro años. Un tablero donde sólo existe una dualidad entre dos fuerzas: son las mismas piezas, las mismas formas, los mismos signos, sólo diferenciados por colores y direcciones opuestas.
Ninguno de los bandos representa a los buenos, ninguno representa a los malos. Es el antagonismo previo y puro de la vida lo que está en juego. Es la ambivalencia originaria del mundo lo que está allí presente, mucho antes de que pueda ser domesticada por un sistema de pensamiento. Y mucho se ve allí representado: la vida y la muerte, la repetición de errores y la innovación, el acierto y la distracción, el arrojo y el temor, el cálculo y el sacrificio. Es la pasión de un juego inconmensurable.
Como sucedió con Rimbaud, quedará para siempre el misterio del estallido fulgurante de un genio absoluto seguido de un completo silencio. Un niño de trece años que ganó en 1956 una partida considerada como una de las mejores del siglo pasado, contra Donald Byrne. Y que a los 14 años ganó el campeonato juvenil de Estados Unidos, el abierto de Cleveland y el campeonato nacional. Sin embargo, ya campeón mundial, nunca defendió la corona. ¿Era su destino convertirse en rey del tablero, sólo para quedar en posición de ahogado en medio de la partida? Porque durante 20 años posteriores estuvo ausente de toda competencia. Quedará asimismo abierto ese otro misterio: el de la divergencia entre la genialidad de una persona y su miseria. Fue también el caso de Rimbaud, quien sobre el final de su vida ofició de traficante de armas y de esclavos.
Lo que se establece sobre un tablero de ajedrez es una lucha encarnizada, de tremenda profundidad y dimensión, y una lucha que contrasta con el silencio en el que ella sucede. Es la lucha lo que se muestra y es el silencio lo que queda implícito. ¿Qué extraño enroque de la vida llevó a Bobby Fischer a invertir la situación? Porque lo que parece haber sucedido es que exteriorizó el silencio e interiorizó la lucha. Una lucha en la que él quedó convertido en el campo de batalla. En todo caso, si el ajedrez es siempre también la lucha contra un tercer oponente invisible, el reloj, Bobby Fischer hizo ahora su último movimiento y lo detuvo para siempre.