Por Thomas Sowell
Libertad Digital, Madrid
Cuando compré uno de esas televisiones antiguas de tubo a la antigua usanza, pequeñas y baratas, para verla mientras estoy en mi máquina de ejercicios, no tenía ni idea de lo tecnológicos y automatizados que habían llegado a estar incluso estos aparatos obsoletos. Fue un auténtico problema. Ni siquiera pude encenderla y poner un canal sin leer antes un manual de 60 páginas. Si les soy sincero, ni siquiera fui capaz después de esforzarme en encontrarle algún sentido a las instrucciones.
Lo que hice fue pedirle a mi técnico en ordenadores que me ayudara a configurar la televisión para poder encenderla cuando vino por primera vez después de comprarla para ayudarme con mis problemas con mi ordenador. Tras echarle un vistazo muy por encima al manual de instrucciones y enumerarme todas las opciones de las que disponía –ninguna de las cuales me interesaba ni lo más mínimo– configuró la televisión para que yo pudiera hacer algo tan elemental como encenderla y elegir el canal que quiero ver.
Desgraciadamente, no es un problema nuevo para mí. Me ha pasado lo mismo con todo tipo de productos electrónicos: cámaras, teléfonos móviles, hasta las radios de los coches. Debe de haber algún hándicap que sufren los técnicos que diseñan estos aparatos que les impide ver, primero, que la mayor parte de sus clientes no son ingenieros informáticos; segundo, que no hay ningún motivo para complicar las cosas sencillas; y tercero, que no todo el mundo está dispuesto a abrirse camino entre chorrocientas opciones para averiguar cómo hacer las cosas más sencillas.
Empecemos por el principio. ¿Qué es lo primero que todo el mundo va a querer hacer con cualquier producto electrónico? Encenderlo. ¿Por qué debería suponer esto un problema cuando llevamos generaciones encendiendo y apagando cosas antes de que existieran los ordenadores personales? Pero los ingenieros informáticos parecen decididos a hacer lo que sea con tal de evitar a nuestros viejos amigos on y off. Parece que tengan la necesidad de acuñar nuevos términos para todo, sin que importen lo simples o conocidas que pudieran ser antes esas funciones. En el caso de los ordenadores, la palabra es start, lugar al que tienes que acudir ya sea para encender o apagar el ordenador. En nuestro microondas, el término empleado es power. En el caso de mi teléfono móvil y la radio de mi coche, directamente han eliminado cualquier palabra.
Si nos fijamos en otros aparatos, veremos que en todos se empeñan en acuñar nuevos términos para cosas que no tendríamos problemas en entender si se usaran las palabras de siempre. Las impresoras, por ejemplo, se pueden ajustar para paisaje o retrato, como si nadie hubiera oído nunca hablar de horizontal y vertical.
Cuando tuve que instalar una radio nueva en mi viejo coche, dije al caballero que la instaló que nunca había ido al MIT y que quería la radio más fácil de utilizar que tuviera. Pero hasta la más sencilla que tenía en el almacén venía con más de 100 páginas de instrucciones y nada en el aparato que dijera on u off. De hecho, ninguno de los botones del frontal de la radio decía nada que indicase para qué servían.
El hombre que instaló el aparato me la dejó encendida. Pero era un coche viejo que no uso con mucha frecuencia y no siempre quería la radio encendida mientras conducía. Puesto que no me dijo cómo apagarla, simplemente bajé el volumen tanto como fue posible, en lugar de leerme detenidamente las 100 páginas de instrucciones. Probablemente nunca habría aprendido cómo apagar y encender esa radio si no me hubiera quedado un día sin batería en el coche. Mientras esperaba en un parking a que llegara una grúa, no tenía nada para hacer excepto leerme el manual de instrucciones de la radio.
Momentos desesperados exigen medidas desesperadas, así que me lo leí. Puede que usted piense que la manera de encender y apagar la radio estaría en la primera página. Pero se equivoca. Eso sería demasiado obvio, y los ingenieros informáticos huyen de ello como de la peste. Con el tiempo llegué al pasaje donde el manual mencionaba que la radio se encendía pulsando el botón source. Por supuesto, no había nada en el propio aparato que dijese source. Hojeando las instrucciones, sin embargo, descubrí al cabo del rato un diagrama en el que uno de los botones era identificado como source. ¡Eureka!
Mi nuevo teléfono móvil tampoco aporta ninguna pista sobre cómo apagarlo o encenderlo, y mucho menos sobre algo tan complejo como llamar a alguien. De modo que la próxima vez que mi coche se quede sin batería leeré el grueso manual de instrucciones para poder llamar a la grúa.
Thomas Sowell es doctor en Economía y escritor. Es especialista del Instituto Hoover.
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