Por
Alberto Benegas Lynch (h)
La Nación
Las interpretaciones dependen, en gran medida, del contexto cultural. Por eso, cuando de buena fe existe una interpretación distinta de lo que se ha querido transmitir, la responsabilidad se ubica en el emisor del mensaje. En el caso de los economistas, no nos hemos hecho entender en cuanto al significado del mercado (y en muchas otras cosas). Nada ganamos con rasgarnos las vestiduras y descargar nuestro fastidio en los receptores por lo que comunicamos. Calma los nervios y obliga a realizar mejor los deberes si ejercitamos la autocrítica. De este modo, nos esforzaremos en mejorar nuestro mensaje.
¿Quién es el mercado?: usted, lector. Habitualmente quienes incursionamos en estas lides nos referimos al mercado antropomórficamente. El mercado demanda, el mercado desea, el mercado sugiere, el mercado rechaza... En realidad, el mercado está formado por millones de arreglos contractuales que a diario se llevan a cabo. El mercado es un fórmula simplificadora, pero a fuerza de simplificar, la idea se ha complicado. Todas las personas que compran y venden algo están en el mercado. Cuando se dice que no puede dejarse todo al mercado, se está sosteniendo que las personas no son confiables. Pero ¿qué se propone en su lugar?: la acción del Estado, como si no estuviera constituido por otras personas, sólo que en este caso manejan haciendas que no les pertenecen. Politizan el proceso y se revierten los incentivos, en lugar de permitir que se administre por los interesados y dueños de los bienes y servicios objeto de las transacciones correspondientes.
Cuando se alude a los "fundamentalistas de mercado" se apunta a quienes insisten en que la gente sea la que decida y no el aparato político. Los que se refieren despectiva y peyorativamente al mercado pretenden con estocadas oblicuas sustituir las decisiones de la gente por la imposición del Estado. Otro antropomorfismo que sirve de máscara para ocultar los rostros de sujetos de carne y hueso que manipulan tras bambalinas.
Tenemos que estar alertas a las mistificaciones del Estado, para no caer en lo que advertía Frédéric Bastiat en cuanto a que "el Estado es la gran ficción por la que todos pretenden vivir a costa de todos los demás". A veces, daría la impresión de que el monopolio de la fuerza -contradiciendo su misión original- termina estableciendo un sistema en el que la sociedad se convierte en un inmenso círculo en el que cada uno tiene las manos metidas en los bolsillos del vecino.
En una presentación televisiva, John Stossel me dio la idea de la elaboración del proceso de mercado a partir de un trozo de carne en la góndola de un negocio. Imaginemos los cientos de participantes en una secuencia regresiva, sin pretender una enumeración exhaustiva. La empresa inmobiliaria que vende campos. Los agrimensores que miden lotes y parcelas. Los peones que recorren. La adquisición de caballos. La fabricación de monturas y de riendas. Las sembradoras y cosechadoras, y las respectivas empresas que las fabrican, transportan y distribuyen. Las operaciones bancarias. Las empresas de semillas, plaguicidas y fertilizantes. La adquisición de hacienda. Los procesos de reproducción y engorde. Los veterinarios. La construcción y mantenimiento de mangas y galpones. Los productores de vacunas y así sucesivamente, todas las empresas y personas involucradas horizontal y verticalmente.
Cada uno de los participantes tiene en mira su interés comercial específico e inmediato y sólo en el último tramo se contempla el trozo de carne envuelto en celofán en el supermercado para que lo compre el consumidor final (donde también debe tomarse en cuenta la producción de celofán y la administración del propio supermercado). Hasta el último eslabón de la cadena, nadie está pensando en el trozo de carne envuelto en celofán que finalmente se exhibe en la góndola. El sistema de precios ha operado como un mecanismo de señales para sopesar las cantidades ofrecidas y demandadas en cada segmento del largo y complejo proceso.
Todos somos ignorantes en la mayor parte de los temas, el conocimiento está disperso y, por ende, fraccionado. Por eso es que cuando los gobernantes megalómanos pretenden "planificar" se producen desajustes espectaculares y las góndolas quedan vacías. Y no es que las computadoras no pueden almacenar la información. Es que, sencillamente, la información no está disponible, incluso para el propio operador que puede conjeturar qué hará la semana próxima, pero, como las circunstancias se modifican, llegado el momento debe modificar su conducta.
Los ingenieros sociales, deseosos de manejar vidas y haciendas ajenas en lugar de permitir las antes referidas coordinaciones y asignaciones de recursos por medio de los precios de mercado y que se aproveche el conocimiento disperso, concentran ignorancia en ampulosos comités y juntas gubernamentales que necesariamente operan a ciegas, ya que, con cada intervención, bloquean la posibilidad de emitir las antes mencionadas señales. Esta es la razón central de la caída del muro de la vergüenza en Berlín y del fracaso del colectivismo. La planificación económica es una contradicción en términos: no hay posibilidad de economizar en la medida en que se debilitan marcos institucionales esenciales e inseparables del proceso de mercado que, en sus múltiples manifestaciones, respetan derechos de propiedad y los precios que de allí se derivan.
Supongamos que en cierto lugar se decide abolir la propiedad y, en consecuencia, no hay precios (éstos surgen de usar y disponer de lo propio en las correspondientes transacciones). Aparece un primer dilema ¿de qué conviene que sean los caminos? ¿de oro o de pavimento? Si no hay precios es imposible saberlo y tengamos en cuenta que las razones "técnicas" flotan en el vacío si no se sabe a cuánto asciende el costo de la operación. Si se afirmara que con oro sería un derroche, es porque se recordaron los precios relativos antes de barrer con la propiedad. Pero no es necesario eliminar la propiedad de cuajo para que aparezca el problema de descoordinación. En la medida en que el aparato de la fuerza se entromete en el mercado, las señales se distorsionan y mal guían la producción.
Entonces, el mercado constituye un proceso que coordina información y obtiene lo que la gente decide debe producirse, según sean las respectivas necesidades y estructuras axiológicas. Y al aprovecharse los recursos de la manera más eficiente, las tasas de capitalización se maximizan, lo cual, a su vez, explica el único motivo del aumento de ingresos y salarios en términos reales.
Pero es preciso destacar que los modelos absurdos que aún se enseñan en ciertos claustros universitarios, con razón se consideran aparatos fríos y entrometidos, completamente escindidos de los procesos humanos. Y, como se ha hecho notar, cuando muchos economistas incursionan en otras esferas de la conducta del hombre lo hacen como turistas frívolos o a modo de adelantados, al acecho de conquistas coloniales para aplicar machaconamente aquellos modelos irreales y a todas luces inconducentes.
Como los partidarios de la libertad no somos deterministas, para reencauzarnos, tenemos que buscar el modo de sacarnos de encima la mentalidad colonial. Fiel a la herencia de la España centralista, en América latina, en general, se nota una especial desconfianza al mercado y una especial simpatía por el espíritu autoritario. Octavio Paz, en su formidable investigación en torno de sor Juana Inés de la Cruz, afirma: "Si alguna sociedad mereció el nombre de sociedad cerrada, en el sentido que Popper ha dado a esta expresión, esa sociedad fue el Imperio español".
Entre nosotros, Alberdi -el abanderado de la sociedad abierta y los mercados libres- señaló que dejamos de ser colonos de España para serlo de nuestros propios gobiernos, sin embargo, su generación del 37, pudo finalmente plasmar las ideas liberales en la Constitución de 1853, que dio frutos de notable progreso. Tal vez, al despojarnos de telarañas mentales y reconsiderar ideas atrabiliarias sobre el mercado podamos reeditar la experiencia. Y, quién sabe, mejorarla.
El último libro del autor es La tragedia de la drogadicción. Una propuesta. Ediciones Lumière.