Por Estuardo Zapeta
Siglo XXI
Era la Europa “civilizada” de los años 30 y 40. Dejaba atrás la Primera Guerra Mundial. El “nacional socialismo” había lanzado ya su ponzoñosa enseñanza acerca de una supuesta maldad que rondaba por Europa, y que manchaba a la “raza” pura, la “raza” blanca, la “raza” destinada genéticamente, decían, a dominar la tierra.
En su “lucha”, esa ideología de la superioridad biológica ganaba terreno, daba esperanza a los incautos, y los ideales imperialistas nacían en las mentes de quienes con pasión querían figurar en la lista de imperios sempiternos. (El líder, A. Hitler, renacía a la vida política con un discurso de dominación étnico/racial que daba “esperanza”, principalmente a las juventudes, y que sacaba lo peor de la inteligencia emocional).
Los judíos, según esa explicación “bioetnocentrista”, eran ese “mal”, el obstáculo, que debería ser extirpado de las entrañas del nuevo imperio naciente, el cual permitiría que humanos “de segunda clase” –vecinos “no blancos”—viviesen bajo el yugo imperial embrionario como “esclavitud humana”, pero jamás dejaría que se confundiese la blancura genética, “destinada” a dominar, con algo que se pareciese a esa pureza biológica, pero que no era lo “auténtico”: los judíos.
Alemania lanza su conquista de Europa, y desde Estonia hasta Grecia, desde Francia hasta Rusia, el objetivo era tomar el territorio, lo cual logra en la mayoría de vecinos, sin olvidar el objetivo de limpieza racial.
Por eso, los judíos, en cada país del avance territorial nazi, eran aislados en Ghettos, pequeñas áreas de concentración, amuralladas, que los separaba del resto de la población, la cual, a su vez, terminaba también siendo esclava por “impura”, pero necesaria para los sueños industriales y de expansión del Nazi-imperialismo.
Así, se notaba una política de expansión territorio-imperial justificada con una purificación racial con dos tácticas bien definidas: uno, la separación –y futura eliminación—de los Judíos; y, dos, la conquista y sometimiento de los vecinos a un sistema de “modo asiático de producción”. ¡Eso era el “nacional socialismo”!
De los ghettos se pasó a la pregunta de qué hacer –y cómo—con la “mancha genética” que representaban los Judíos, dispersos por Europa, pero con la mayor concentración en Polonia. La respuesta fue “la solución final”, el Holocausto.
El diseño de la “solución” era un sistema de transporte que desde los Ghettos dispersos por Europa llevara por tren a la mayor cantidad de Judíos a los puntos de “solución final”, a las cámaras de gases. Y así se hizo.
El Papa y el Vaticano, sabiendo de este genocidio, deciden ver para otro lado.
Seis millones de judíos fueron masacrados. Conocemos ya miles de estas historias, pero quedan millones todavía por contar.
Israel celebra sus 60 años de vida como Estado independiente, autónomo, vibrantemente globalizado y desarrollado. Sin embargo, sus vecinos quieren, como lo hizo Hitler, desaparecerlos.
¡Cuidado! El discurso “neonazi” se escucha fuerte y claro desde Irán y tiene ya sus satélites bien colocados, no sólo en las vecindades de Israel, sino también en los mortales trópicos latinoamericanos.
No verlo hoy es sufrir la misma ceguera que permitió el Holocausto.