Por Alberto Benegas Lynch (h)
Diario de América
Autores como Ortega, Aldus Huxley, Jung y Gustave Le Bon han escrito suculentas obras explicando los peligros de la machacona uniformidad y las virtudes de la diferenciación y el desarrollo de la personalidad. En verdad, tal como señala Roger Williams, cada ser humano es único e irrepetible. Es distinto no solo desde el punto de vista anatómico, fisiológico y bioquímico, sino, sobre todo, desde la perspectiva psicológica. Sus talentos, vocaciones y aptitudes son diferentes. De allí la importancia de la educación personalizada al efecto de aprovechar las potencialidades individuales de cada uno.
Nada hay mas alejado del comportamiento propiamente humano que el cuadro que ofrecen los borregos. Nada hay mas chocante que la fabricación del “hombre nuevo” por las mentes escuálidas y retorcidas de los totalitarismos que pretenden el igualitarismo en todo, incluso en la vestimenta. De allí la espantosa uniformidad de los trajes Mao en las épocas de este asesino serial. Nada mas parecido al animal que la adhesión sumisa al grupo. Abandonar lo mas preciado del ser humano y convertirse en eco de lo que hacen y dicen los demás es el camino mas seguro para terminar en el diván del psicoanalista presa de una crisis de identidad.
En este contexto, al contrario de lo que pueda parecer a primera vista, es interesante observar que la moda constituye un deseo de distinguirse de los demás. Al principio la diferenciación con lo usual es tan grande que suele chocar al público hasta que, paulatinamente, si las presentaciones tienen éxito, la vestimenta expuesta se va adoptando. Esto ocurre hasta que se generaliza y vuelven a aparecer desfiles y colecciones con propuestas que rompen nuevamente los moldes anteriores. Y, desde luego que la generalización de referencia no significa en modo alguno la uniformidad. Dentro de cada moda hay distintos estilos, confecciones y costuras que pretenden diferenciarse de sus competidores. A su vez, dentro de cada marca las personas pretenden ser “distinguidas” esto es diferenciarse del resto a través del buen gusto (o malo según sea el caso).
Guillaume Erner, el sociólogo del Institut d´Etudes Politiques de París, en su libro Víctimas de la moda. Como se crea y porque la seguimos, bajo el subtítulo de “El complot imaginario”, escribe que “La existencia de un ´comité de modas´ que decidiría las tendencias de la siguiente temporada ha hecho fantasear a mas de uno. La leyenda cuenta que se reúnen en forma secreta a orillas del lago De Como. Sin embargo, estos profesionales se entienden sobre tan pocas cosas que no llegarían ni a escoger el restaurante”. Y dos páginas mas adelante, con un enfoque muy hayekiano dice el mismo autor que “La idea de que la moda no tenga un poder central se acoge con incredulidad. La creencia en el complot de las tendencias revela la incapacidad de imaginar un poder cuya influencia esté en todas partes y su sede en ninguna. En el campo de la moda, como en una democracia todos votan [...en la que] los modistos tienen una influencia evidente. No obstante, en última instancia, es la opinión de la calle la que prevalece”.
Tal como queda consignado con profusión de datos en obras como las de Ivonne Deslandres, Browyn Congrave, Raymond Boudon y Bruno Remaury, la competencia es enorme en todos los niveles: creadores, dibujantes, modelos, revistas especializadas, textiles, diseños, costureros, accesorios, licencias, técnicas de comercialización y mercadeo. Las marcas que compiten en todos los rubros configuran una lista interminable: los pioneros Worth , Poiret y Leroy y, luego, Valentino, Balenciaga, Dior, Gucci, Chanel, Gautier, Lacroix, Paco Rabanne, Louis Vuitton, Cerruti, Zara, Ralph Lauren, Pierre Cardin, Ives Saint Laurent, Calvin Klein, Armani, Fendi, Galliano, Givenchy, Hermés, Coty, Lanvin, Benetton, Prada, solo para citar algunos para no decir nada de las múltiples marcas japonesas de reciente aparición y gran éxito.
El conocimiento está disperso y fraccionado: los precios en el proceso de mercado van indicando la compleja trama de demandas y ofertas al efecto de coordinar resultados que ninguna mente puede anticipar. Es por ello que la planificación estatal produce tantos descalabros en todos los campos fuera de la protección de derechos (y esta tarea específica -la seguridad y la justicia- frecuentemente la abandonan los gobiernos). La pretensión de manejar vidas y haciendas ajenas no es mas que una manifestación grotesca de arrogancia y soberbia supina. Es que, como ha escrito Rosa Montero, “la vida es un misterio descomunal del que apenas si rascamos la cascarilla, pese a nuestras ínfulas de grandes cerebros”.
Por otra parte, de mas está decir que una cosa es el igualitarismo forzoso del espíritu autoritario y otra la imitación voluntaria con la idea de sobresalir y llamar la atención por la elegancia en intrincados mercados competitivos y abiertos en los que cada marca mantiene en riguroso secreto las ideas de las nuevas colecciones. Lamentablemente, de un tiempo a esta parte, es cierto que se observa un tendencia por la que se hace gala de la vestimenta desalineada, cuando no sucia y parecida en sus inclinaciones reiterativas y monótonas en formas y colores. Pero, de todos modos, lo importante en la sociedad libre es dejar siempre las puertas abiertas para que aparezca lo que la gente desea lucir sin entrometimiento alguno del aparato político.