Por Carlos Alberto Montaner
ABC Digital
MADRID. La primera reacción de Hugo Chávez tras el ataque al campamento del narcoterrorista Raúl Reyes fue acusar a Colombia de comportarse como Israel. “No vamos a permitir –dijo– a un Israel en la zona”. En realidad, el paralelismo no estaba muy descaminado. Israel, como Colombia, es un Estado que desea vivir en paz con sus vecinos, pero éstos se empeñan en destruirlo. ¿Qué más desearía Israel que los palestinos fueran capaces de construir una nación pacífica y próspera con la cual establecer relaciones normales?
Israel tiene que soportar que en la franja de Gaza, en el Líbano, en Siria, o en el más lejano Irán, con el visto bueno, la complicidad y el financiamiento de las autoridades, las bandas terroristas tengan sus cuarteles generales desde los cuales atacan a Israel o planean diversos tipos de atrocidades. Todos los días de Dios, o de Yahvé, caen en Israel, sobre emplazamientos civiles, los misiles que lanzan los terroristas y matan inocentes. Israel, naturalmente, responde en el terreno militar. ¿Qué otra cosa puede hacer? No se le puede pedir a una sociedad responsable que se cruce de brazos mientras ciertos malhechores tratan de aniquilarla.
Ese fue el dilema de Colombia. Uno de los más encarnizados enemigos de la libertad de los colombianos, el narcoterrorista Raúl Reyes, sobre quien pendían 127 acusaciones por asesinatos, secuestros, extorsiones, violaciones, y así hasta casi agotar el código penal, se puso al alcance de los aviones de Bogotá, del otro lado de la frontera ecuatoriana, y el presidente Uribe le dio luz verde a la operación sin consultar con el señor Correa. Pensó, probablemente con razón, que era preferible pedir perdón que pedir permiso. Como luego demostraran los documentos hallados en el campamento bombardeado, las relaciones entre el gobierno de Correa y los narcoterroristas colombianos eran intensas y cálidas.
Lastimosamente, el aliado político de Correa no era el gobierno democrático de Uribe sino las FARC. Si Uribe le hubiera solicitado a Correa la detención y extradición de Reyes, el asesino y su banda habrían “escapado milagrosamente”. Uribe, es cierto, violó las reglas internacionales que consagran la inviolabilidad de las fronteras. Si no lo hace, hubiera violado su juramento más solemne cuando alcanzó la presidencia de su país: defender la integridad, la libertad y la vida de los colombianos. Gobernar a veces es elegir entre obligaciones y derechos conflictivos.
Este episodio demuestra la gravísima deriva del conflicto colombiano en virtud de la aparición de Hugo Chávez en el panorama latinoamericano. El coronel venezolano se propone palestinizar a toda la región andina. Y la palabra va mucho más allá de la licencia literaria: estamos ante la reproducción de un terrible panorama político militar. En la computadora de Raúl Reyes estaban las pruebas de la mano libia, de los mercaderes de armas libaneses, de la terrorífica adquisición de cincuenta kilos de uranio que no podían tener otro destino que la elaboración de una bomba sucia cuya radioactividad fuera capaz de matar a miles de personas en la ciudad elegida (¿Bogotá, Medellín, New York, Washington?).
Ahí se vieron con toda claridad los nexos entre los narcoterroristas de las FARC e Irán, un Estado teocrático que no sólo ha jurado pulverizar a Israel, sino que ha asumido públicamente la dirección de la jihad islámica contra todo Occidente. Esos son los aliados de Chávez, de las FARC, de Correa, del nicaragüense Ortega y del boliviano Morales. Esos son los cuatro mimbres con los que Chávez construye su peligroso eje de poder, de acuerdo con el criterio de los comandantes de las FARC. Les llaman los “patria o muerte”, lema cubano que implica una lealtad ciega al líder y al proyecto político.
El asunto, claro, le da un vuelco total al conflicto. Lo que está sucediendo va mucho más allá de un combate en la selva. Washington no puede continuar mirando al señor Chávez como un expendedor de gasolina pintoresco, díscolo y grosero, pero, en el fondo, inofensivo. Lula, Tabaré Vázquez y la señora Fernández deben sopesar con seriedad si ése es el tipo de aliado preferente al que quieren vincular a sus países y al Mercosur. La señora Bachelet y Alan García no pueden ignorar que están en el teatro de operaciones, como dicen los militares, y tarde o temprano sus países también serán arrastrados al avispero. La palestinización, desgraciadamente, es eso: un caos sangriento.
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