Por Moisés Naím
La Nación
MADRID.- El próximo presidente de Estados Unidos -quienquiera que sea- contará con una ola de apoyo internacional hacia su país como no la ha habido desde el 11 de septiembre de 2001. "Todos somos norteamericanos" fue el titular de Le Monde el día después de los ataques, que captó la solidaridad hacia los estadounidenses.
Como sabemos, George W. Bush no tardó mucho en despilfarrar este apoyo, transformándolo en un furioso huracán de antinorteamericanismo. Esta furia antinorteamericana va a disminuir. No sólo porque habrá alguien distinto de Bush en la Casa Blanca, sino porque en el mundo están aumentando las demandas para que Estados Unidos tome el liderazgo en temas de la política mundial que ha descuidado.
Contener el cambio climático, la proliferación nuclear y el terrorismo, impedir genocidios, estabilizar la economía mundial, controlar pandemias, la inmigración ilegal o el comercio internacional de medicinas envenenadas son tan sólo algunos de los retos que tiene el mundo. Aun con la intervención estadounidense, será difícil enfrentarlos con éxito; pero sin ella será imposible. Esto lo saben hasta los adversarios de Estados Unidos.
Así, una de las tendencias más sorprendentes e inevitables de los próximos años será la fuerte presión internacional para que Estados Unidos desempeñe un papel preponderante en la búsqueda de soluciones a problemas globales. Esta presión tomará por sorpresa a quienes creen que el intenso antinorteamericanismo de los últimos años es un pilar fundamental e inamovible de la política mundial. También sorprenderá a los que piensan que las graves crisis que aquejan a la superpotencia la han incapacitado.
El antinorteamericanismo siempre ha existido y no desaparecerá. Tampoco desaparecerán los enemigos mortales de Estados Unidos, como Al-Qaeda. Países como Rusia o China, que luchan por compensar la influencia estadounidense, no dejarán de hacerlo. Europa seguirá alternando desencuentros y convergencias con los Estados Unidos.
Pero todo esto coexistirá con un creciente apetito internacional para que Estados Unidos retome la batuta que Bush no supo o no quiso utilizar.
Este apetito no es por una superpotencia que desata guerras preventivas, ignora leyes y tratados internacionales, desprecia a las Naciones Unidas, desdeña a sus aliados o despliega vergonzosos episodios de incompetencia. No es el Estados Unidos de Abu Ghraib, Guantánamo y el huracán Katrina. Es el Estados Unidos que interviene en graves crisis internacionales cuando ningún otro país está dispuesto a hacerlo, el país que inventa iniciativas y motiva a otras naciones a sumársele, es el que aporta más dinero, expertos y tecnología para resolver problemas que afectan a otros.
Intereses, no amistades
Los líderes mundiales que desean un mayor protagonismo de Estados Unidos no son ni ingenuos ni románticos. Saben que los países no tienen amigos, sino intereses, y que la intervención de Estados Unidos no suele ser ni gratuita ni sutil. También saben que en estas épocas de rabioso antinorteamericanismo, la cercanía a Estados Unidos tiene costos políticos. Pero muchos están dispuestos a pagarlos.
El año pasado, George W. Bush decidió hacer una gira por América latina, región que ha ignorado. En este viaje no tenía nada que ofrecer y su presencia era políticamente radiactiva. Sin embargo, todos los presidentes latinoamericanos a quienes se pidió que recibieran a Bush lo hicieron. Lo mismo ocurrió hace dos semanas, cuando la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, visitó la región. ¿Por qué? Porque son pocos los países capaces de repeler un ataque sistemático de atención y seducción por parte de Estados Unidos. Ni siquiera cuando la reputación de Washington está en ruinas.
Las mismas encuestas de opinión que en muchos países indican que el prestigio y la legitimidad de Estados Unidos han caído mucho también revelan que hay un gran deseo de que la superpotencia desempeñe un papel importante en la solución de problemas internacionales.
La mayoría de europeos y asiáticos encuestados indica que desean relaciones mejores y más estrechas con Estados Unidos. La alternativa de que Rusia o China lleven la voz cantante en el orden mundial espanta a muchos y contribuye a aumentar la demanda de un cometido fundamental para Estados Unidos.
Y esta demanda encontrará repuesta. Según las encuestas, siete de cada 10 estadounidenses desean que su país tenga un papel más activo a nivel internacional. En la población estadounidense y en sus líderes existe un profundo deseo de que su país recupere el respeto del mundo. Por todo esto, muchos otros países y los mismos estadounidenses le darán al próximo presidente de ese país un cheque en blanco casi tan grande como el que tuvo Bush. Ojalá no lo despilfarre.
(c) El País, S.L.