Por Mario Vargas llosa
El País, Madrid
El incidente fronterizo entre Colombia y Ecuador, ocurrido a raíz de la incursión militar colombiana en un campamento de las FARC situado en territorio ecuatoriano, debería eclipsarse pronto con las excusas formales del Gobierno colombiano y el acuerdo propiciado por la OEA (Organización de Estados Americanos) para evitar en el futuro episodios semejantes. Pero cabe que no sea así, por la intromisión en el asunto del mandatario venezolano, Hugo Chávez, el gran desestabilizador de América Latina.
En efecto, a Chávez le viene como anillo al dedo el conflicto y tratará de mantenerlo al rojo vivo. Desde el referéndum que perdió, su impopularidad en su propio país no hace más que crecer, al mismo tiempo que la inflación, el desabastecimiento alimenticio y la corrupción, que golpean sin misericordia a aquellos sectores venezolanos más pobres que en un principio eran su principal apoyo. En estas condiciones, nada tan oportuno como un conflicto bélico que permita a su Gobierno efusiones efervescentes de patriotismo a fin de crear artificialmente la unidad nacional. Y que tenga entretenidas a unas Fuerzas Armadas en las que jamás prendió la prédica ideológica de Chávez a favor del "Socialismo del Siglo XXI" y cuya lealtad, ahora vacilante, ha conseguido sobre todo sobornando a su cúpula.
No se explica de otra manera a cuento de qué el caudillo venezolano se precipitó a atizar el fuego de aquel episodio que tuvo lugar a muchos cientos de kilómetros de las fronteras venezolanas, a lanzar sus habituales amenazas e insultos contra el mandatario colombiano Álvaro Uribe y a ordenar, ante las cámaras de la televisión, con gesto musoliniano, a su ministro de Defensa: "¡A ver, póngame de inmediato diez batallones en la frontera con Colombia!".
Las payasadas del mandatario venezolano son pintorescas, pero, en este caso, también preocupantes. Pues, en la actualidad se trata, políticamente hablando, de un animal herido, que se siente cada vez más rechazado por su pueblo y totalmente incapaz de revertir una crisis económica y social desatada por su ignorancia y megalomanía. En esas circunstancias no se puede descartar que reabra la crisis, directamente, o a través del Gobierno ecuatoriano del presidente Correa, quien, a juzgar por su errático comportamiento desde el inicio de este conflicto -aceptando en un principio las excusas y explicaciones del presidente Uribe y, luego, escalando las protestas y magnificando lo sucedido-, después de mantener una cierta independencia, parece haberse resignado a integrar también, junto con el boliviano Evo Morales y el nicaragüense Daniel Ortega, la cofradía de vasallos políticos de Hugo Chávez.
Pese a las FARC y al narcotráfico, Colombia es una democracia que ha resistido una embestida feroz contra su sistema político, de dos poderosos movimientos subversivos, apoyados por la industria de la droga más rica de América Latina, y por la Cuba de Fidel Castro y la Venezuela de Chávez. Con el Gobierno de Álvaro Uribe, el más popular que ha conocido Colombia en varias décadas, la narcoguerrilla ha comenzado a ceder el terreno y el pueblo colombiano a perder el miedo y a recuperar la esperanza. Eso hace de Uribe un ejemplo odiado por quienes quisieran, como Chávez, convertir a América Latina en una sociedad comunista a la manera de Cuba o en ese galimatías socialista y bolivariano en que él ha transformado a Venezuela.
Lo extraordinario de esta historia es que sea Colombia el país que Chávez y Correa han querido poner en la picota internacional como "violador de la soberanía territorial" de un vecino. Si de violaciones territoriales se trata, el comandante Hugo Chávez debería estar entre rejas hace muchos años. Nadie, ni siquiera Fidel Castro en los sesenta, en el apogeo de su mesianismo revolucionario, ha pisoteado de manera tan burda la soberanía de los demás países latinoamericanos, financiando movimientos y candidatos extremistas, publicaciones revolucionarias, subvencionando huelgas y paros armados, y, como ha hecho con las FARC y el ELN colombianos, concediendo "santuarios" a los movimientos subversivos, que éstos aprovechan para curar a sus heridos, dar descanso a sus tropas, o refugiarse cuando se ven en peligro. En los documentos hallados en el campamento de las FARC recién destruido, aparecen pruebas, según ha ofrecido mostrar el Gobierno colombiano, de que los narcoterroristas colombianos han recibido ya, de Hugo Chávez, 300 millones de dólares. ¿No son ésas violaciones descaradas y flagrantes de la soberanía de un país vecino?
La indignación del presidente Correa ante la incursión militar colombiana tiene asidero, sin duda: es grave que ocurra y la comunidad civilizada internacional ha hecho bien en censurarla. Pero, ¿es menos tolerable que un movimiento subversivo y narcoterrorista, como las FARC, tenga "santuarios" estables en territorio ecuatoriano, enclaves extraterritoriales que lo pongan a salvo de las acciones del gobierno democrático que está tratando de derribar? Eso es lo que mostraba ser, en las imágenes, el campamento donde murieron Raúl Reyes y la veintena de miembros de las FARC.
Lo menos que se puede decir en este caso es que el presidente Correa y su Gobierno, tan escrupulosos en la defensa de la soberanía ecuatoriana, debían de serlo, también, no permitiendo actos inamistosos contra su vecino como el establecimiento de campamentos subversivos a lo largo de su frontera. Porque, una de dos: o no están en condiciones de impedir que las FARC hagan de las suyas en territorio ecuatoriano, y en ese caso no pueden quejarse de que el Gobierno colombiano actúe como lo ha hecho en su legítima defensa, o lo están, y no quieren hacerlo, por temor, prudencia o por complicidad con la subversión.
La soberanía territorial debe ser respetada, desde luego. Pero, por todos los gobiernos, empezando por el del comandante Chávez. Porque el efecto desestabilizador de sus intromisiones -a golpe de los petrodólares del desventurado pueblo venezolano que él derrocha para hacer realidad sus sueños hegemónicos bolivarianos- están causando mucho daño a los países que tratan de fortalecer sus instituciones y luchan contra el subdesarrollo respetando la libertad y la legalidad.
Después de Colombia, otro de los objetivos prioritarios del caudillo llanero es el Perú, cuya democracia le molesta. Ya en las últimas elecciones trató de imponer a un candidato afín a sus delirios ideológicos, que por fortuna los electores rechazaron (pero no por muchos votos). Desde entonces, su larga mano y su dinero están detrás de toda la violencia social que los grupúsculos extremistas desatan en el Perú, manipulado a los sectores marginales y desfavorecidos con huelgas, levantamientos, paros y toma de locales y empresas que sólo sirven para retrasar el desarrollo y paralizar la vida económica del país. Las casas de ALBA, que el Gobierno de Chávez ha sembrado por toda la sierra peruana, están lejos de ser esas instituciones humanitarias que pretenden: en verdad son focos activos de propaganda revolucionaria cuyo objetivo es socavar en los sectores campesinos y marginales toda forma de adhesión al sistema democrático y ganar adeptos para las fuerzas que se empeñan en derribarlo.
El efecto más pernicioso del incidente ecuatoriano-colombiano es que va a dar un nuevo impulso al armamentismo en América Latina, de manera que preciosos recursos de los países latinoamericanos se gasten comprando aviones, tanques, misiles, etcétera, que nos defiendan del "peligro exterior". Peligrosísimo juego que, además de un derroche insano, puede, en un momento de desvarío nacionalista, provocar otra de esas hecatombes que han ensangrentado nuestra historia.
© Mario Vargas Llosa, 2008.
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