Por Manuel F. Ayau Cordón
Prensa Libre
Casi todos ya saben que el único sistema económico que disminuye la pobreza es la economía de mercado.
Algunos lo aprendieron antes del estrepitoso derrumbe del socialismo, antes de que cayera “el muro”. Otros aún no aprenden, a pesar de la abrumadora evidencia. Pero una cosa es reconocer el hecho histórico, y otra entender el mercado, porque por muchas décadas no ha formado parte de los programas de educación secundaria ni universitaria. Tampoco es obvio cuál es el camino democrático para llegar a un régimen de mercado partiendo de donde estamos.
Recuerdo una ocasión cuando nos visitó un grupo de importantes ciudadanos de un país para consultar sobre cómo “diseñar” una economía de mercado en su patria. Cuando les explicamos que era necesario asegurar que su Constitución protegiera la trilogía de derechos individuales: la vida, la propiedad y los contratos, comentaron que no estaban solicitando consejo jurídico, sino económico, pues entre ellos había competentes abogados.
Hubo que explicarles que la economía de mercado es un fenómeno espontáneo y no inventado, que por definición no se puede diseñar, que no es necesario entenderla para que funcione y que solo ocurre cuando se protege la trilogía de derechos mencionados. Procedieron entonces a invitarnos, varias veces, para ir a su país a explicar lo expuesto.
Viene a cuenta la historia anterior porque es ejemplo común en todas partes de que ni los líderes intelectuales, empresariales o políticos, cultos y educados en otros aspectos, han tenido la oportunidad de educarse sobre cómo funciona la economía libre, capitalista o de mercado.
Todos sabemos que la efectiva protección de esos tres derechos individuales, la vida, la propiedad y los compromisos, es la clave de la paz, porque toda violencia es, precisamente, la violación de esos derechos.
Por ejemplo, no se tiene claro cómo es que la polución solamente ocurre porque esos derechos individuales no están protegidos, pues nadie bota basura frente a su casa, ni quema su propio bosque, ni ensucia sus propias aguas. La polución siempre es una violación de derechos individuales.
No se tiene claro que cuando se protegen esos derechos individuales las personas actúan por derecho, y no por permiso. Y, en consecuencia, se minimiza la corrupción, porque cuando se actúa por derecho no interviene burocracia con autoridad discrecional y, por tanto, no hay a quién sobornar.
No se tiene claro cómo la protección de esos derechos individuales evita el despilfarro de recursos, porque las pérdidas corren por cuenta de quien toma las decisiones, y no de la sociedad.
No se tiene claro cómo la prevalencia de esos derechos individuales maximiza la eficiencia económica para satisfacer las prioridades de la población, en el orden que las manifiestan continuamente con su demanda.
No se tiene claro cómo el éxito de cada uno dependerá de satisfacer aspiraciones, necesidades y deseos ajenos, porque ellos pueden escoger intercambiar con quienes más los satisface y enriquece. Todos estarán compitiendo por enriquecer a los demás, acorde al poder adquisitivo de los demás y no del propio, acorde a los gustos y necesidades de los demás y no los propios.
No se tiene claro cómo protegiendo esos derechos individuales, la economía prospera y el ingreso fiscal aumenta a la par.
Por último, cómo el sistema democrático sólo tiene éxito cuando privan los derechos individuales.