Por Alvaro Vargas Llosa
The Washington Post -
El Instituto Independiente
Washington, DC—El reciente foro celebrado en la iglesia de Saddleback, en el que los aspirantes presidenciales de los EE.UU., Barack Obama y John McCain, respondieron a las preguntas del pastor Rick Warren, la nueva estrella del movimiento cristiano evangélico, sólo puede darse en los Estados Unidos. El resto del mundo observó atónito cómo los dos políticos proclamaban su fe ante el tribunal de Dios, procurando persuadir al jurado de que su posición frente al aborto, el matrimonio gay, las investigaciones con células madre, el altruismo estatal y otros “valores” no se aparta (demasiado) del dogma.
No es que la conducta de Warren o sus seguidores fuera intolerante. Todo lo contrario: tanto el anfitrión como el auditorio fueron afables y justos. Pero el foro puso de relieve el examen que McCain, un conservador del que muchos conservadores desconfían, y Obama, un creyente al que algunos conservadores creen un musulmán emboscado, están teniendo que rendir ante la comunidad evangélica, un factor decisivo en la política estadounidense.
Lo fascinante del evento no fueron las preguntas o las respuestas; ni siquiera, como señalan muchos comentaristas, las diferencias de estilo entre el socrático Obama y el marcial McCain. Fue lo que el foro le dijo al resto del mundo acerca de los Estados Unidos.
El encuentro en Saddleback, una iglesia gigantesca en el Condado de Orange, en California, puso en evidencia un tema central en la historia estadounidense: la tensión entre lo teocrático y lo secular. Esa tensión estuvo presente desde los orígenes de la nación, en la distinción entre los colonos originales de Virginia, cuya ambición no se subordinaba a la religión, y los peregrinos del Mayflower, que querían establecer el reino de Dios. Y los historiadores han visto en el “Gran Despertar” —el renacimiento religioso ocurrido en los Estados Unidos del siglo 18— la matriz de la que surgió la Revolución: el historiador británico Paul Johnson considera el hecho de que la Revolución Americana fuera “un evento religioso” la diferencia esencial con la Revolución Francesa. Y sin embargo la Constitución de los EE.UU. es un documento secular que prácticamente ignora la religión hasta la Primera Enmienda, donde queda grabada en piedra la separación entre la Iglesia y el Estado.
En épocas contemporáneas, hubo periodos —la “contracultura” de los años 60, el fallo de la Corte Suprema a favor del aborto en 1973— en los que el impulso secular sacó ventaja; luego vino la resaca teocrática: el renacimiento evangélico que comenzó en la década del 80 y con el que uno de cada cuatro estadounidenses se identifica hoy día.
Esa confrontación no resuelta –el gigante en la sala del foro de Saddleback— es la que dificulta que el Partido Republicano se convierta verdaderamente en el partido del Estado pequeño. La tensión entre teocráticos y seculares en la sociedad en general se reproduce en el alma de los republicanos conservadores, escindidos entre la libertad individual —su creencia en la libre posesión de armas o su aversión a los altos impuestos— y el Estado Moral: su convicción de que el Estado debe ser agente de los “buenos' valores morales.
Hay épocas en las que lo secular desplaza a lo teocrático entre los republicanos conservadores. En tales momentos, como sucedió con Barry Goldwater en los 60, el Partido Republicano produce dirigentes que se inclinan por una sociedad liberal, con Estado pequeño. Pero hay épocas en las que la pulsación teocrática es más fuerte. Eso explica a George W. Bush y el férreo crecimiento del Estado bajo su presidencia. La libertad individual y la ingeniería moral son la sístole y la diástole del corazón republicano.
De manera similar, resulta dramática la contradicción entre los demócratas. Pese a que éstos han hecho concesiones a los conservadores por necesidad política, la conversación de Obama con Rick Warren nos recordó que el Partido Demócrata no quiere que el Estado le imponga valores a la sociedad mediante la coacción. Esta es una convicción secular que favorece el Estado pequeño. Pero la fe en el Estado como agente de la justicia social en todos los ámbitos, desde el alivio de la pobreza hasta la política energética o la sindicalización de los trabajadores, es una receta que exige un Estado grande. Es también una especie de proposición teocrática: el Estado como agente de la bondad.
¿Alguna vez se disipará en la política estadounidense la tensión entre lo secular y lo teocrático, entre Estado pequeño y Estado grande? ¿Se necesitará un tercer partido o el cambio vendrá al interior de uno de los dos existentes?
Sospecho que es más probable que la solución a este conflicto se origine dentro de uno de los dos partidos. Al menos, el esclarecedor evento de la iglesia de Saddleback sacó a la superficie estas verdades fundamentales.
Alvaro Vargas Llosa es director del Centro Para la Prosperidad Global en el Independent Institute y editor de "Lessons from the Poor".
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