Por Armando de la Torre
Siglo XXI
Los incentivos de nuestras reglas del juego político son perversos. Ahí urgen los cambios.
De llevarse a cabo, recibirá la indignada moral ciudadana su merecido y esperado alivio.
Pero no con cualquiera alteración de su texto.
Los continuos escándalos en nuestra vida pública, que manchan a los tres poderes del Estado, son insoportables.
Los amigos del Cedecon, con alguna justicia de su parte, no quieren que se toque el texto constitucional de 1985, por aquello de que el remedio pueda resultar peor que la enfermedad. Lo concedo, pues para ello contamos con suficiente evidencia histórica, tanto de la misma Guatemala cuanto del resto de Iberoamérica.
Pero 22 años de experiencia bajo las normas fundamentales que nos rigen es plazo suficiente, creo yo, para discernir entre sus pros y sus contras, sus aciertos y sus insuficiencias.
No se trata de sustituir la Constitución vigente por otra nueva, mucho menos para “refundar” el Estado, como lo han pretendido desastrosamente Castro, Chávez, Morales, Correa, los sandinistas, y hasta lo lograron paulatinamente los priístas en México y los peronistas en la Argentina.
Lo que urge enmendar son esas cláusulas inoperantes de su parte orgánica, que no impiden el abuso y la corrupción porque otras aseguran la impunidad a quienes delinquen.
Muchos todavía creen que el quid de la cuestión está en llevar hombres capaces y probos a la administración pública. No basta. Los incentivos de nuestras reglas del juego político son perversos. Ahí urgen los cambios.
Por ejemplo, el sistema unicameral que padecemos, agravado, encima, por la mezcla insensata de diputados, seleccionados unos por listado nacional, otros electos popularmente por distritos electorales. Es obvio que tal adefesio conceptual respondió a expectativas muy personales de poder que acariciaban algunos constituyentes a través de su potencial captura del cargo de Secretario General de algún partido, por improvisado y caudillista que fuere.
También fue otro desacierto ajustar el número de diputados en proporción al aumento de la población.
Y que esa sola asamblea decida por igual sobre cuestiones de derecho privado y de derecho público, lo que ha hecho del Legislativo, en la práctica, un poder ilimitado. Más bien, tales decisiones deberían ser reservadas a órganos más especializados, a una Cámara Alta y a una Cámara Baja respectivamente.
Que la elección de los magistrados para el Poder Judicial pase por el tamiz del más partidista de los poderes, el Congreso, y por un plazo máximo de cinco años, peor aún, con las presidencias de la Corte Suprema y de la Corte de Constitucionalidad sujetas a rotación anual, se ha comprobado receta segura para la politización de la justicia.
O equiparar los derechos “sociales”, que no obligan a nadie, a los individuales que sí obligan a todos y, además, interpretados, según el simplismo de que los intereses generales son superiores a los particulares —sin especificar que “es del interés general” que se respeten los particulares—, se ha erigido en una abierta invitación a demagogos para atropellar los intereses legítimos de particulares.
La Corte de Constitucionalidad nos ha decepcionado como baluarte de la inviolabilidad del orden constitucional. Ni siquiera se atiene en sus resoluciones a los plazos de ley. Y hasta se ha mostrado demasiado porosa para los abusos del recurso de amparo.
Los sucesivos procuradores de los derechos humanos, no menos, han mostrado escasa coherencia en sus criterios jurídicos.
Estas son tan sólo algunas viñetas de lo que se tiene en mente reformar de acuerdo con la publicitada propuesta del Comité Pro Reforma ([email protected]), integrado con toda deliberación por ciudadanos particulares, no partidos políticos.
Proponen someter a referéndum sus propuestas. Para ello ya tienen el número más que necesario de las firmas prescritas por ley. Pero las quieren llevar al Congreso en cuanto un bloque íntegro, sin adiciones o substracciones de los diputados.
De llevarse a cabo, recibirá la indignada moral ciudadana su merecido y esperado alivio.