Por Vladimiro Álvarez Grau
El Expreso de Guayaquil
No hay que cansarse de recordar que, para que un país sea considerado democrático no basta con elecciones populares cuyos resultados en múltiples oportunidades dependen de la capacidad de persuasión de los candidatos, o de la cantidad de plata, pública o privada, con que cuenten para su campaña electoral con la complacencia de las autoridades de control, o de la posibilidad de engañar a los electores con promesas fáciles y demagógicas y… finalmente, dependen de la confiabilidad de los escrutinios.
Para que un país viva un Estado de derecho se requiere, además de elecciones en las urnas, que todos, gobernantes y gobernados, se sometan, acaten y respeten toda la legislación que establece derechos, libertades, garantías, obligaciones, atribuciones, responsabilidades y prohibiciones.
Pero, adicionalmente, una de las características fundamentales de un régimen democrático, es la llamada división equilibrada de los “Poderes”, aunque la ciencia política contemporánea hace una precisión al respecto, y señala que el “Poder” del Estado es uno solo, que se ejerce, generalmente, a través de tres “Funciones” independientes: la Legislativa, la Ejecutiva y la Judicial, aunque a veces, por novelería de cambio, se incorporan otras.
En el proyecto que en pocos días más recibirá el apoyo o rechazo de los ecuatorianos para ver si se convierte en la Constitución número veinte desde el inicio de la República, se incorporan una serie de disposiciones sobre la estructura o marco institucional del Estado, que realmente revolucionan el esquema que se ha mantenido con ligeras variantes en las diecinueve constituciones anteriores, y establecen una organización concentradora del poder, bajo la tutoría y control del Presidente de la República, quien quiera que fuere en el futuro.
Los asambleístas de Carondelet inventaron un organismo llamado “Consejo de Participación Ciudadana y Control Social”, que se convierte en un súper poder, cuyos siete miembros serán designados por el Consejo Nacional Electoral entre los postulantes que propongan “las organizaciones sociales y la ciudadanía”, en un proceso conducido por el propio Consejo Nacional Electoral en concurso público de oposición y méritos con postulación, veeduría e impugnación ciudadana.
Entre las atribuciones del Consejo, estarían las de designar Procurador General del Estado y Superintendentes, de las ternas propuestas por el Presidente de la República; designar al Contralor General del Estado, al Fiscal General y Defensor del Pueblo; y designar a los miembros del Consejo Nacional Electoral, Tribunal Contencioso Electoral y Consejo de la Judicatura.
A su vez, el Consejo Nacional de la Judicatura (Art. 183) elegirá a los magistrados de la Corte Nacional de Justicia, después de que, supuestamente, volvamos al Estado de derecho, porque hasta tanto, el congresillo designará a los magistrados de la Corte en una tómbola judicial.
Por tanto, todas las funciones del Estado tendrían la misma matriz de nacimiento que el Presidente de la República, con sus mismas bases de elección, y a sus propias atribuciones que serán reforzadas podrá sumar las que se otorgan a otros organismos del Estado, con una gran concentración de poder, siendo imposible encontrar la necesaria independencia y control, y ese delicado equilibrio y respeto entre las funciones, que requiere un Estado de derecho en cualquier país civilizado del mundo.
¿Entendieron? Con el marco institucional del Estado que se establece en el proyecto, nace un híper presidencialismo. “Está claro ¿verdad?”
Y eso significa que los cambios que se pretende realizar necesitan fuertes instrumentos de dominación y control, con fugaces apariencias de participación ciudadana, por lo que, si finalmente este proyecto llegara a imponerse a correazos en el referéndum y en el sistema de escrutinios del TSE, esta será, (además de abortista, estatista, y centralista) una… constitución totalitaria.