Por Juan José Hoyos
El Colombiano, Medellín
Este no es un evangelio sobre la quiebra de los bancos de Estados Unidos en 1929, que causó la llamada Gran Depresión. Es sólo un episodio de la vida de un cómico famoso del cine llamado Groucho Marx y su papel como protagonista en el primer desastre financiero de Wall Street. La historia está contada en un capítulo de su autobiografía. Me lo regaló un amigo que, aunque es banquero, ni ríe ni llora viendo cómo se desploma el castillo de naipes de la Bolsa de Nueva York.
En 1926, Groucho apenas sabía lo que era un casino de esa clase. Trabajaba con su hermano Harpo en una revista teatral haciendo reír a la gente. Le pagaban dos mil dólares por semana. Un día, un ascensorista de un hotel que había escuchado una conversación entre dos corredores de Bolsa, le aconsejó poner todo su dinero en una especie de mina de oro llamada United Corporation. En un santiamén, él convenció a Harpo de comprar 160 mil dólares en acciones. Poco después, ante un rumor sobre el alza desmesurada de las acciones de Cobre Anaconda, hizo retrasar su función teatral de la tarde hasta que su agente logró comprar 400 acciones. Luego invirtió más dinero en una compañía de automóviles que ya no existe. Y el precio de las acciones subía y subía. Groucho no entendía lo que pasaba.
Para él, era como robar dinero. Hasta entonces, no había imaginado que alguien pudiera hacerse rico sin trabajar. Lo que más le sorprendía era que nadie vendía una sola acción. La gente compraba sin parar. Las predicciones eufóricas de los expertos no variaban. Por eso, con timidez, decidió hablar con su agente: "No sé gran cosa sobre Wall Street -le dijo, tratando de disculparse- pero, ¿qué es lo que hace que esas acciones sigan subiendo? ¿No debiera haber alguna relación entre las ganancias de una compañía, sus dividendos y el precio de venta de sus acciones?". El agente, mientras saludaba a una nueva víctima que entraba en su oficina, le dijo: "Señor Marx, tiene mucho que aprender acerca del mercado de valores? Tal vez no se dé cuenta, pero éste ha dejado de ser un mercado nacional". A renglón seguido le informó que esa mañana había recibido de la India un encargo para comprar mil acciones de Tuberías Crane. Groucho ordenó la compra de 300.
A medida que el precio de los papeles subía, él se sentía más nervioso. Su juicio ya menguado le aconsejaba vender, pero la ambición y la avaricia se lo impedían. Estaba seguro de que en pocos meses sus acciones iban a valer el doble. Cuando un viejo actor le habló de Goldman Sachs, él pensó que era una marca de harina. El colega lo cogió de la solapas del saco y le gritó, fuera de sí, en la cara: "¡Es la compañía de inversiones más sensacional del mundo!". La vida de Groucho dio la vuelta: se pasaba las mañanas en el despacho de un agente de Bolsa, mirando un gran tablero lleno de signos que no entendía. A veces casi no lograba entrar. La Bolsa tenía más público que los teatros. Hasta que llegó la catástrofe.
Y así como en 1926 todo el mundo quería comprar, en 1929, cuando empezó el pánico, todo el mundo quiso vender: "Wall Street lanzó la toalla y se derrumbó. Eso de la toalla es una frase, porque por entonces todo el país estaba llorando" cuenta Groucho. "Algunos de mis conocidos perdieron millones. Yo tuve más suerte. Lo único que perdí fueron 240 mil dólares? Hubiese perdido más, pero eso era todo lo que tenía". El día del hundimiento, su amigo Max Gordon, un astuto asesor financiero de un humor macabro, lo llamó desde Nueva York y le dijo en cinco palabras lo que había pasado: «¡Marx, la broma ha terminado!». Y colgó el teléfono.
Como Groucho, no sé gran cosa sobre Wall Street y no comprendo la palabrería hueca de los analistas financieros. Lo que ignoro acerca del mercado mundial de capitales podría llenar una enciclopedia de 25 tomos. Nunca he comprado una acción, ni lo haré jamás. Pero esta historia loca me hace pensar que los cómicos dicen la verdad, aunque nosotros solo reímos. En cambio creemos al pie de la letra lo que nos dicen los agentes de Bolsa? y los políticos. Todo lo que sube, baja. Las tragedias se repiten años después como comedias. La solemnidad es el trasero más despistante del diablo.