Por Carlos Malamud
Infolatam
Madrid - Una vez más, desde que Rafael Correa llegó al poder, el pueblo ecuatoriano volvió a votar. Y una vez más, el vasto e importante respaldo popular del presidente, personal e intransferible, se tradujo en un caudaloso número de votos, más que suficiente, para imponer su proyecto. En este caso, la nueva Constitución del Ecuador, un texto legal que, según su gran promotor, deberá aportar el cambio y la igualdad social, en un tránsito que sin escalas e interrupciones desemboque en el socialismo del siglo XXI.
Los 444 artículos constitucionales y las 30 disposiciones transitorias forman un abigarrado e intrincado texto legal, casuístico y contradictorio. Pese a ello, es un corpus pródigo en derechos sociales y medioambientales (incluyendo a la Naturaleza), definido por más de un jurisconsulto como de los más avanzados de la región. Sin embargo, la duda que hoy emerge es si ésta Constitución será la herramienta de cambio que tanto ansía el presidente o si, por el contrario, seguirá el camino de las casi veinte constituciones precedentes en los 200 años de vida independiente del país.
La victoria en el referéndum, un triunfo personal de Correa, supuso, según sus palabras, una paliza para la oposición, especialmente para los tan denostados personeros de la partidocracia tradicional. También fue derrotada la iglesia católica, que en función de su propia agenda contraria al aborto y a otros derechos cívicos se opuso al texto constitucional. Ahora bien, la alegría del oficialismo no fue absoluta, ya que en Guayaquil el No se impuso al Sí, gracias a la particular, y también personal y personalizada, campaña del alcalde Jaime Nebot. Con los resultados preliminares del Tribunal Supremo Electoral, en Guayaquil, con un 91,63% de los votos escrutados, el no obtuvo el 47,1% de votos (más un 6,83% de nulos y un 0,50% de blancos), frente a un 45,66% del sí. De ahí las advertencias y amenazas presidenciales ante el separatismo porteño (por el puerto principal de Guayaquil), pero también por el temor frente a la emergencia de un polo opositor, con posibilidades de crecimiento futuro.
El presidente también mira con atención a su izquierda, ante la posibilidad de una escisión de peso dentro de sus propias filas. La construcción de una alternativa progresista, por izquierda, deslegitimaría su discurso de cambio y renovación. Parte de los indígenas, hoy desmovilizados en comparación a lo que ocurría años atrás, mira con recelo el proyecto fuertemente centralizador y estatista de Correa.
Está claro que el presidente se involucró de una forma total y absoluta en la campaña del referéndum, convirtiéndolo en una suerte de plebiscito sobre su persona y su gestión. No en vano aspira a gobernar hasta 2017.
El yo o el caos, en este caso yo o la partidocracia, yo o la oligarquía, yo o el imperialismo, se repitió hasta el infinito y junto con la ausencia de una oposición estructurada y coherente favoreció el resultado masivo a favor del sí. Todo esto unido al aumento del gasto público y los subsidios y a la masiva campaña oficialista. El empeño personal del presidente y su omnipresencia cotidiana en la arena publicística impidió, junto a la falta de ideas de unos y otros, el debate en torno al texto constitucional y a las herramientas y mecanismos con los que teóricamente se dota al estado para encauzar el camino del desarrollo.
A un lado quedaron los problemas de la Constitución, el funcionamiento de los poderes del estado limitados por una gran concentración de atribuciones en la figura presidencial. Nuevamente se vislumbra en la región la emergente figura de un caudillo omnisciente, omnipotente y omnipresente. En definitiva, de esto se trata. De un cambio no realizado por los ciudadanos ni por las instituciones sociales, sino por el jefe máximo con ayuda del estado, un estado cada vez más extendido gracias a los mayores poderes presidenciales y a la falta de control institucional y ciudadano.
A ese estado nada de lo humano le es ajeno, pero como lo humano ecuatoriano es poco, tampoco le será ajena la naturaleza, ya que sus derechos también son reconocidos en la Constitución. Así, Ecuador se pone a la vanguardia del cambio internacional. Un firme partidario de la nueva norma, el economista Alberto Acosta, ex presidente de la Asamblea Constituyente, dijo, "si la justicia social fue en el siglo XX el eje de las luchas sociales, la justicia ambiental lo es cada vez más en lo que va corrido del siglo XXI".
El problema del Ecuador, y también de Bolivia y Venezuela, es que se dedican a sancionar, ayudados por eminentes juristas españoles que pasean su sapiencia constitucional revolucionaria por aquellos países latinoamericanos dispuestos a contratar su asesoramiento, constituciones muy avanzadas que terminan olvidando cómo resolver los problemas cotidianos y más acuciantes de sus sociedades. La educación y la formación del capital humano, la difusión de la sociedad y de la tecnología del conocimiento plantean serios desafíos a los que hay que dar respuesta hoy y no pasado mañana. La cuestión de fondo no es si hay artículos progresistas o no, sino la de si la estructura fiscal y productiva del país podrá hacer frente al gasto público que impliquen las elevadas metas fijadas.
La gran duda es si el "estilo C" de Correa, pero también C de carisma, de cambio y de confrontación, es suficiente para llevar adelante un programa tan ambicioso. Cuando el impulso del proyecto propio depende de cuánto se logre polarizar y crispar a la sociedad se establece un peligroso precedente de cara al futuro. La crispación y la polarización permiten avanzar y ganar elecciones si el viento sopla a favor, pero cuando las cartas vienen mal dadas las cosas se complican. En esos momentos la búsqueda de consensos se convierte en un esfuerzo ciclópeo e inútil y la crisis marca el final de muchos regímenes hasta entonces exitosos. El mayor drama, sin embargo, no es ese. El problema de fondo es cómo recomponer la necesaria unidad de acción que requiere la sociedad para poder seguir avanzando. El lastre de la división, impulsado por los populismos de turno, hoy ardorosos defensores del socialismo del siglo XXI, perdurará durante muchos años y se convertirá en una gravosa hipoteca para varias generaciones, tal como ocurrió en Argentina después del primer peronismo.
En Ecuador, como en muchas partes de América Latina, las posturas de unos y otros, de las élites dirigentes nuevas y antiguas, oligárquicas o socializantes, son igualmente suicidas. Todos tensan la cuerda hasta el final aunque luego se imponga el "nadie fue". Y, lo más lamentable, como está ocurriendo en Ecuador, nadie busca el diálogo y el consenso, los únicos capaces de impulsar seriamente las transformaciones sociales capaces de perdurar.