Por Charles Krauthammer
Diario de América
El Secretario de Hacienda Henry Paulson acudió al Congreso en busca de 700.000 millones de dólares. Se llevó una arenga. Está bien, 700.000 millones de dólares es una suma considerable, y el Congreso ostenta la responsabilidad fiduciaria de cerciorarse de que el dinero que asigna está a buen recaudo. Pero a juzgar por las indignadas exigencias del Congreso de una lista de intercambios punto por punto, hubiera parecido que Paulson lo pedía para uso personal.
En la práctica, Paulson es un cargo saliente de la administración. En cuatro meses, ya no estará. Paulson no está pidiendo el dinero para subir su ego, sino por la misma razón que lo piden el Presidente de la Reserva Ben Bernanke y los mercados: para evitar que la economía americana se precipite por un barranco.
Algunos desprecian por hipotética esa valoración. Paulson y Bernanke, que se asomaron realmente al abismo el Jueves Negro (el 18 de septiembre), piensan lo contrario. No son infalibles, pero la prudencia dicta no arriesgar la economía apostando a lo contrario.
El desplome de la Bolsa y la parada en seco del marcado crediticio les convencieron de que su rescate sobre la marcha Bear-sí, Lehman-no de empresas de inversión no solo había alcanzando un callejón sin salida, sino que en realidad había empeorado las cosas. Había sumado incertidumbre a una situación en la que la incertidumbre preexistente ya estaba suscitando el pánico.
De ahí la necesidad de profundizar bajo la superestructura institucional hasta los activos tóxicos subyacentes, que Paulson propone sacar de las cuentas del sector privado haciendo que el gobierno los adquiera por, sí, 700.000.000.000 dólares.
El Congreso tiene todo el deber de ser cuidadoso con el dinero del contribuyente y de sugerir mejoras en el plan de la administración. Pero parte de la reacción del Congreso no guarda ninguna relación con la mejora de la propuesta y tiene todo que ver con aplacar las iras de los electores -- incluso si ello compromete las probabilidades de éxito de la legislación, bien debilitándola o bien trufándola de engorrosas cláusulas diseñadas únicamente para dar imagen de estar exprimiendo a los ricos.
Adornos para dar buena impresión como limitar las remuneraciones, a lo cual la administración Bush ya ha cedido. No tengo nada en contra de reducir los colchones de oro de los ejecutivos fracasados. Pero limitar artificialmente el salario de la gente que se incorpora para conducir a estas empresas en horas bajas de vuelta a la solvencia es una manera fina de decir a los directivos de talento que se vayan a buscar empleo a otra parte. En la jerga demagoga de este año electoral, es una receta para deslocalizar a Londres y Dubai a nuestros mejores cerebros financieros.
Las aguas bajan agitadas, pero no libres de culpa en absoluto. Mientras el pesebre estuvo lleno -- los tipos de interés ridículamente bajos de Alan Greenspan post-11 de Septiembre -- pocos se quejaban de los préstamos baratos y la duplicación del precio de los inmuebles. Ahora todo es repentinamente culpa de pronto de las delictivas prácticas financieras de Wall Street.
No me cabe ninguna duda de que surgirán algunos casos, si bien no muchos, de delito. Pero lo que olvidamos convenientemente es el hecho de que gran parte de esta crisis cayó sobre nosotros a causa de las buenas intenciones de buena gente.
Durante décadas, empezando por la Ley de Reinversión Comunitaria de 1977 de Jimmy Carter, ha existido un acuerdo bipartidista en torno al uso del poder del gobierno para alcanzar la propiedad del hogar a personas que habían sido excluidas por razones económicas o, a veces, debido a discriminación racial y étnica. ¿Existe causa más digna? Pero ello condujo a una presión enorme sobre Fannie Mae y Freddie Mac -- que a su vez presionaban a bancos y a otros agentes de préstamo -- para extender hipotecas a gente que se estaba endeudando más allá de lo humanamente posible. Eso se llama préstamos de riesgo. Ello se encuentra en la raíz de nuestra desgracia actual.
¿Hubo prestamistas rapaces? Por supuesto. Pero solo un bobo o un demagogo - léase un candidato presidencial -- sugeriría que esto es parte sustancial del problema.
¿Hubo prácticas cuestionables en Wall Street? El funcionamiento de la justicia nos lo dirá. ¿Pero por qué esperar a la ley? Si una buena catarsis va a permitir el retorno del raciocinio al Capitolio -- presentando un paquete de medidas de rescate que salve realmente a la economía -- adelante.
Limitar los salarios de los ejecutivos es poca cosa. Lo que necesitamos son unos cuantos ajusticiamientos ejemplares. Ejecuciones públicas. En televisión. Elija unas cuantas firmas de inversión en quiebra, conduzca a sus presidentes encadenados por los cañones de Manhattan y satisfaga a la turba. Mejor aún, programe antes el anuncio Inquisitorial de la ejecución - el fuego resulta muy televisivo -- con cobertura 24 horas a lo reality de sus arrepentimientos, lamentos y últimas visitas de la futura viuda. La audiencia dejará pequeña a la de "Operación Triunfo" y sólo los ingresos por publicidad sufragarán la entrada redonda de los 700.000 millones de dólares.
Lo que sea para tener despejada la cabeza.
© 2008, The Washington Post Writers Group