Por Armando de la Torre
Siglo XXI
La reacción primera de los mercados a las iniciativas gubernamentales en América y Europa por “ayudarlos” me sugirió, por un momento, que algunos quizás sí han aprendido de los ciclos económicos en los mercados intervenidos, cual otros extrajeron de las guerras mundiales la lección de la centralidad de un respeto universal a los derechos humanos, que el Estado es el problema, no el remedio.
El acuerdo bipartidista en los EE.UU. para “rescatar” empresas financieras en apuros —dada la cortedad de miras demostrada por sus ineficaces gerentes— tuvo como respuesta caídas aún más estrepitosas de las bolsas de valores.
Lo mismo ocurrió a los intentos paralelos de ciertos gobiernos europeos por consolidar las de sus respectivos estados, con audaces jugadas que intentan garantizar TODAS las cuentas de ahorro de sus conciudadanos y los préstamos interbancarios (a costas, por supuesto, de los contribuyentes no consultados).
¿Sus efectos?
Al comienzo, el debilitamiento del euro y el fortalecimiento del dólar (por una fuga de capitales del área del euro a la del dólar). Su implicación: ahorrantes e inversionistas europeos desconfían algo menos de la robustez económica de los EE.UU. que de la de la Unión Europea.
Comparable al caso del Japón, que ya arrastra 11 años de estancamiento por una parecida desconfianza generalizada.
Pero la visión de los políticos —y de sus electores— es mayoritariamente de corto plazo (sus horizontes suelen coincidir con los plazos de los períodos para los que son electos). Priva entre ellos la incomprensión hacia lo espontáneo del orden del mercado. Sus preferencias recaen más bien en los diseños de “ingenieros sociales”.
Tomemos por ejemplo a los EE.UU. Herbert Hoover dio los primeros pasos hacia la tal “ingeniería” en 1928. Franklin D. Roosevelt creyó “salvar” el capitalismo deprimido por las bancarrotas de 1929 con una ampliación de la misma. Lyndon Johnson hasta organizó en los 60 una “guerra” contra la pobreza, que al final se tradujo en una masa de 30 millones de parásitos a costillas del contribuyente. Jimmy Carter, en la década siguiente, promovió una ley que obligaba a las instituciones de crédito a otorgarlos a familias de dudosa solvencia, siempre y cuando fueran destinados a la adquisición de vivienda propia. Incluso, Ronald Reagan aumentó el seguro federal por cada cuenta de ahorro (de $25 mil a $100 mil) y provocó la crisis de las instituciones de ahorro y préstamo llevadas así a la bancarrota y al millonario Charles Keating a la cárcel. Alan Greenspan, bajo Clinton, inauguró una política de rebajas escalonadas a las tasas de interés hechas prácticamente negativas (menores a las de la inflación). Se desalentó al ahorro, se estimuló el consumo excesivo, y a que los bancos privados se lanzaran a competir entre sí en el otorgamiento de préstamos crecientemente imprudentes.
Empeoró la indisciplina fiscal y se desbordó la emisión monetaria. Todos, incentivos perversos por sinceros partidarios de la libre empresa.
De buenas intenciones empedraron sus caminos a nuevos infiernos…
Europa, más estatizante aún —salvo durante el breve período de ascenso liberal entre 1816 a 1881— ha sido más tajante.
El Parlamento alemán, que tiene uno de los sistemas bancarios más estrictamente regulados, se ha propuesto apretarle las tuercas y, encima, aprobado un plan de desembolso por 500 mil millones de euros, con el dinero, se entiende, de los contribuyentes que no han sido consultados.
Moraleja: los políticos, al fin y al cabo, no son peores que sus electores. Pero tampoco que ciertos empresarios demasiado proclives a acogerse a la protección del Estado cuando sus errores les tornan demasiado arduo competir.
De ahí que después de la vacilación inicial, la mayoría se haya avenido a ser inmerecidamente beneficiadas por el Estado.