Por Luis Larraín A.
El Mercurio
Hay quienes ríen ante el colapso de Wall Street; se solazan con lo que llaman el estallido de la meca financiera del capitalismo y se apresuran a sacar cuentas alegres intentando allegar agua a su propio molino ideológico.
Hay un poco de precipitación en este jolgorio. Estados Unidos es la economía más grande del mundo, la más innovadora y la más dinámica. Sus científicos obtienen la mayoría de los premios Nobel y sus empresas elaboran los productos más sofisticados y apetecidos por los consumidores de todas partes. Todo eso sigue siendo cierto, y la libertad económica allá imperante es la que explica su éxito.
La crisis financiera que está viviendo el país del norte tiene diversas causas, un poco más complejas que las estridentes acusaciones de capitalismo salvaje. Veamos:
Primero: uno de los orígenes del problema es el manejo macroeconómico del gobierno de EE.UU. Las políticas fiscales y monetarias expansivas de los últimos años en ese país alimentaron un ciclo que terminó en una crisis. La agresiva política de gasto público de Bush, incluido su componente militar, era incompatible con la carga tributaria. La política monetaria de "tasas bajas siempre", de Greenspan en la FED, alimentó también el ciclo expansivo.
Segundo: la burbuja inmobiliaria que desató la crisis partió con las llamadas hipotecas subprime y se extendió luego a todo el mercado inmobiliario. El Estado no es ajeno a este problema, pues creó Fanny Mae y Freddie Mac, que controlan el 50% del mercado de hipotecas en EE.UU. La garantía del gobierno, que aunque nunca fue explícita existía, como se demostró, permitió que los bancos vendieran hipotecas de alto riesgo a estas empresas paraestatales, transfiriéndoles el riesgo comercial; y que éstas utilizaran la virtual garantía estatal y las hipotecas para levantar fondos en el mercado financiero, extendiendo el riesgo al resto del mercado. La caída de estas dos empresas precipitó la crisis.
Tercero: el sistema regulatorio no fue capaz de evolucionar a la par de la increíble velocidad con que los agentes financieros crearon nuevos instrumentos y activos securitizados que ofrecían atractivos retornos a inversionistas descontentos con las bajas tasas de interés. En ese verdadero proceso de deconstrucción de activos que significa la securitización, se le perdió la pista al deudor y se le perdió el respeto al riesgo.
En definitiva, hay dos elementos comunes en estos tres fenómenos: errores en las políticas y regulaciones implementadas por agencias de gobierno y equivocada apreciación del riesgo por parte de inversionistas y agentes financieros privados.
No será fácil salir de la crisis. Ya no basta con proveer liquidez al mercado por las dudas acerca de la solvencia de las instituciones financieras. El Plan Paulson, modificado por el Congreso, será exitoso en la medida en que resuelva la insolvencia y sea percibido como una intervención legítima. Para lograr lo primero, debe usar fondos públicos para comprar los activos tóxicos. Para lo segundo, debe asegurarse de que los propietarios de las instituciones financieras que tomaron decisiones equivocadas pierdan su patrimonio y que el uso de fondos fiscales sea en el largo plazo el mínimo posible, para lo cual debiera obligar a las instituciones a recomprar esas carteras.
Esto no es el fin del capitalismo, así como no hubo fin de la historia después de la caída del muro; la realidad suele ser más compleja. La democracia más importante del mundo sabrá salir de esto y seguirá siendo, por muchos años, para envidia de algunos, el país más influyente del orbe. Si los electores chilenos preferirán ese modelo frente a las alternativas de construcción desde el Estado que se nos ofrecen por estos lados está por verse.
El autor es Subdirector de Libertad y Desarrollo