Por Armando de la Torre
Siglo XXI
Apropósito del ciclón financiero cuyo “ojo” se generó en Wall Street, se han aireado variadas opiniones. Me place, porque por defecto profesional gozo en hacer mío el dicho popular de que “de la discusión sale la luz”.
No se trata del “fin” del capitalismo, como lo predicen algunos, sino de su distorsión. Ni creo estemos a las puertas de otra Gran Depresión, con la que nos asustan otros.
Me refiero a la verdad de perogrullo de que todo éxito en el mercado pende, al largo plazo, de la integridad ética de los que en él se involucran.
Lo que se ha puesto en entredicho es el crédito, herramienta fundamental en el mercado, producto de la confianza mutua, y extensión inevitable del intercambio que usa del dinero (no del trueque).
Concuerdo con quienes atribuyen la crisis internacional no sólo al afán irresponsable de lucro por parte de ciertos banqueros, corredores de bolsa, de bienes raíces, y de los mismos prestatarios, sino también a los incentivos perversos “plantados” —vía ampliación monetaria— en las transacciones comerciales entre privados por gobernantes que ahora nos dicen querer asegurar nuestras cuentas bancarias.
Los economistas califican tal paradoja de moral hazard (el “riesgo moral”) de medidas que involuntariamente acrecientan los mismos males que intenta eliminar.
Secuela del generalizado providencialismo asignado al Estado contemporáneo desde los albores de la instauración de la seguridad “social” en Alemania (1881) y de la creación de bancas centrales nacionales, seguidas de la remoción del patrón oro (estas dos últimas, en los EE.UU., en 1913 y 1971, respectivamente).
La visión que parece animar a “W”. Bush, a su secretario del Tesoro, Paulson, y al presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke, para hacer frente al gran fiasco derivado de las hipotecas “basura” (sub prime) ha sido afín a la… ¡ keynesiana!
El Estado garante último, pues, del crédito (al modo “socialdemócrata” europeo), así como de la paz, la justicia, el pleno empleo, la estabilidad monetaria, la educación de los jóvenes, la previsión colectiva para la salud y la vejez, la propiedad de la vivienda para cada familia, y hasta de nuestro espacio bajo tierra en el cementerio…
Los miembros republicanos de la Cámara de Representantes que votaron en contra del salvamento por el Estado de agencias financieras privadas mal llevadas, y a costa de los contribuyentes, preservaron la honra de su partido, como lo hicieron aquellos representantes demócratas en 1937, que se opusieron al insensato proyecto de ley propuesto por el Presidente (de su mismo partido) F.D. Roosevelt, a la búsqueda de alterar la Constitución para hacer a la Corte Suprema más plegable a sus iniciativas.
El dilema moral al corto plazo de la negativa abarcaba los numerosísimos inocentes, cuya calidad de vida cuelga de la salud financiera de los fondos de pensiones apostados en la Bolsa por las ahora insolventes instituciones de crédito. Otro tanto se diga de los ahorrantes cuyos depósitos no estuvieren federalmente asegurados. Peor aún, de esos millones de asalariados cuyos contratos de trabajos se tornarían papel mojado en una depresión económica, o para los que consumimos a crédito, que lo somos casi todos.
Pero al largo plazo —un año, cinco, diez…— los beneficios de un tajante NO al plan injerencista del Gobierno se verían multiplicados por una sabiduría de nuevo aprendida: que nada es gratis, que hemos de responder por las consecuencias de nuestros actos y que nadie nunca nos habría de salvar de ellas al precio de lo ajeno, que la libertad de emprender y de crear está sujeta a previas obligaciones de conciencia que nos dicen “no engañar” y “no forzar”, que nuestra capacidad de anticipar descansa en una moneda de veras confiable y en gobiernos fiscalmente disciplinados, que más opulentos nos volvemos todos por un régimen de competencia de mercado donde las reglas valen igual para todos…